Digna celebración de los ciento treinta años de la Pontificia Universidad Católica constituye la actual exposición con arte sacro virreinal sudamericano, en el Museo Nacional de Bellas Artes. Muy bien montada, corresponde a un amplio muestrario de la Colección Joaquín Gandarillas. Se nos propone, pues, escultura, pintura, platería, objetos religiosos, algo de mobiliario. Si bien no hallamos la presencia de los grandes autores bolivianos, ecuatorianos, peruanos de entre los siglos XVII y XIX, concurren algunos de sus más atractivos seguidores. Eso sí, representan de manera admirable la interpretación andina sudamericana de los modelos implantados por la Conquista, provenientes del manierismo, del realismo hispano, del barroco -sobre todo-, del rococó y del naciente neoclasicismo decimonónico. Crisol estético aún no valorizado enteramente por el norteño mundo contemporáneo. Respecto al influjo del siglo XIX, digamos que frente a la capacidad barroca para fundirse con la todavía perenne tradición precolombina, para crear un arte de originalidad admirable, en general la postrera influencia más bien desdibuja el rico pasado, europeizándose.
Al comenzar con las esculturas exhibidas, detengámonos en aquellas piezas que nos parecen de mayor calidad individual. Por ejemplo, dentro de los siete crucificados concurrentes destacan tres. Así, el Cristo muy ensangrentado y ya muerto -fines del XVII y comienzos del XVIII- procede de Potosí. En su rostro consigue unificar su trágica condición con una esperanzada entrega plena a la finalidad salvadora. Los otros dos Redentores se muestran en agonía. El quiteño, a través de sus expresivos ojos de vidrio, mira a los cielos embargado de esperanza. El también potosino del siglo XVIII descuella en especial por las ricas aplicaciones de plata. En su base, junto a dos candelabros, aparecen las adecuadas imágenes de una calavera y de racimo de uvas: muerte y redención.
De los dos Niño Jesús triunfantes, productos quiteños de seguidores dieciochescos de Manuel Chili, Caspicara, el magnífico en formato mucho más grande se presenta como ofreciéndose ya a Dios Padre, mientras nos bendice el más pequeño. Un seguidor, asimismo anónimo, del gran Bernardo Legarda nos entrega La Inmaculada apocalíptica que, imponente, vence a un demonio de gruesa factura. En madera tallada, encarnada y policromada, María impone la belleza del barniz chinesco. Irradia de su presencia en medio de la sala mayor del ala sur del museo. Tres natividades quiteñas del siglo XIX, pero dentro de una tradición iconográfica fiel a la centuria anterior, completan el repertorio propiamente escultórico de la exposición.
En cuanto a la numerosa concurrencia pictórica, esta se ordena por asuntos. Para empezar analicemos el siempre tan novedoso de los ángeles. Entre ellos, por la mayor nitidez del dibujo y por la prestancia elegante de su figura, preferimos el arcabucero de un seguidor del excelente Maestro de Calamarca. En cuanto a la Madre del Salvador, encontramos algunas de sus variadas advocaciones. Las en formato extenso sobresalen: Inmaculada Concepción Reina con el pelo enjoyado (1670-1700), óleo con brocateado de pan de oro de un cusqueño en la línea de Quispe Tito; Virgen del Rosario de Pomata; Virgen de Copacabana con donantes -Cusco o Titicaca- nos entrega sabrosos detalles, como la pareja de indios concurrentes, como el canastillo con polluelos y la vela irregular, sostenidos por las manos de Santa María.
Asimismo, la progenitora de Jesús aparece en las escenas con varios personajes. Recordemos en especial unos cuadros en grandes dimensiones. Está, del siglo XVII, Sagrada Familia con Santísima Trinidad. Caracteriza este lienzo curioso el amaneramiento, acaso orientalista, de los rostros, y la multitud de pequeños angelitos que fragmenta la composición general. De la misma época cuelga Doble Trinidad y Triunfo de San José, cuyo autor se aprovecha de los parámetros establecidos por Basilio de Santa Cruz. Si bien los artistas sudamericanos de entonces supieron, correctamente, representarlo joven, su cara tendió a la reiteración convencional. Debido a ello, el santo señalado corresponde mejor a una fisonomía mucho más individual, en Los desposorios del Cusco dieciochesco. Al conocido Miguel de Berríos se atribuye Adoración de los pastores, monumental pintura no en buen estado de conservación. Particular valor documental ostenta un cuadro enorme, Exposición del Santísimo Sacramento y dos donantes. Asimismo portan, secundariamente, temática virreinal los lunetos sobre los umbrales de todas las salas que albergan la exposición.
Otro aspecto del conjunto que destaca es la platería. Ante todo, el majestuoso frontal peruano espléndido y la Placa procesional, ambos del siglo XVIII. Esta última muestra una custodia rodeada por ángeles, incensarios y flores. Tampoco falta un buen número de Custodias con rayos, pebeteros y guarda inciensos en forma de aves, bolivianos y del Perú; además de candelabros, limosneros, portapaces, reflejos y marcos. Completa la exhibición virreinal mobiliario en madera tallada, particularmente arcones, cajuelas, escritorio de viaje, papeleros, etc.
Travesía de la fe
Atractivo conjunto de arte religioso sudamericano
Lugar: Museo Nacional de Bellas Artes
Fecha: hasta el 26 de agosto