A medida que el país se enriquece, se avinagran los ánimos, todo el mundo desfila y se desgañita reclamando por esto y aquello. Se suspenden las protestas, prudentemente, en temporada de lluvias, y la primavera no nos trae ya su famosa fiesta, aquella con carros alegóricos por la Alameda y reinas encaramadas en tronos sobre remolques, y batallas de sonetos en los paraninfos y de flores en las calles... No. En octubre rebrotan las marchas de penecos indignados y los correteos de guanacos y el centro se nubla de gases lacrimógenos: huyen despavoridas las viejas, los chiquillos y los perros lo pasan mejor que nunca y la posta central se llena de guaguas atoradas por la falta de aire puro.
Ha habido en la historia política alborotos pródigos en inventiva culinaria. Cuando el bienamado Enrique IV logró coronar uno con éxito en Francia, se hizo popular prometiendo a la canalla que tendría cada semana, para comer,
una poule au pot. Este primer representante de lo que los avinagrados republicanos españoles llaman "la peste borbónica", fue un gran traga traga. Tenía la costumbre de adornarse el sombrero con pluma blanca, como emblema quizá de la
poule au pot. Pero la pluma le resultó fatal para la salud: el asesino que lo tenía entre ceja y ceja lo identificó en la muchedumbre por el cimbreo de la pluma, y le descerrajó sus buenos pistoletazos, gritando, mexicanamente, "¡Te llamabas!".
Los franceses lloraron a su bienamado Enrique a moco tendido. Sobre todo porque el guiso que el rey había hecho posible a cada gaznápiro comer semanalmente era de ésos que, como el cocido español, no cansan nunca. Los tristes gabachos nunca más saborearon su gorda gallina semanal. En vísperas de la Revolución Francesa estaban reducidos a hierbajos hervidos y pan negro, si es que. Que se sepa, la degollina entonces desatada no creó nada digno de saborearse. Uno se pregunta: ¿nos deparará alguna vez la agitación de la Alameda algo realmente sabroso?
By the way, ¿cómo era esa paladeable
poule au pot? Hétela aquí.
Cazuela de ave a la francesa
Rellene el pájaro, por salva sea la parte, con una mezcla de los interiores bien molidos, buen puñado de pan rallado, algo de tocino picadito, ajo y perejil picados, ligado todo con un huevo. Cosa el portillo con aguja e hilo, sin miramientos. Dore el ave en aceite, en olla grande, y añada zanahorias, nabos, una cebolla entera, un puerro, un tallo de apio, sal y pimienta. Cubra todo con harta agua. Hierva largamente, a fuego suave, y espume el caldo. Media hora antes de terminar la cocción, retire las verduras, que estarán casi deshechas, y reemplácelas por otras, frescas. Hierva media hora más. Sirva la sopa, clarita, y aparte las hortalizas y el pájaro, acompañado de una vinagreta enriquecida con dos yemas molidas de huevos semiduros, más perejilitos, oreganitos y ciboulette, todo picado.