Sigo a Mariano José de Larra, periodista y escritor español, cuando dice en alguna de sus columnas firmadas como Fígaro, que hay en el mundo personas que se divierten como los sabios: con sus propios pensamientos.
Añado algo mejor pensado y escrito, pero advierto que esos talentos no estuvieron en mi partida de nacimiento y menos en mi llegada, así que por respeto a Larra y para limpiar cualquier confusión vayan las comillas por delante y por detrás: "El hombre cree en la mujer, cree en la opinión, cree en la felicidad... ¡Qué sé yo lo que cree el hombre! Hasta en la verdad cree".
Lo anterior no es más que un peón caminero, como diría mi admirado Fígaro, para abrir paso y seguir adelante con el único propósito de explicar los desarreglos y tropiezos de Gerardo Varela y José Ramón Valente, los ministros de Educación y Economía, que cuando no arden en las brasas por sus dichos, se fríen en aceite por sus palabras o se queman en efigie con las llamas.
¿Por qué ellos y no otros?
Porque ambos fueron columnistas y escribían a la semana o a la quincena y la tentación viene con lo pasajero y liviano del oficio: pasarse de listo y de listillo o de macuco y pícaro o de vidente e iluminado. Andar por las columnas como adelantado o heraldo o abanderado. Viendo lo que otros no ven, redactando muy sueltamente y recibiendo parabienes, sonrisas y muestras de contento.
Aún se lo creen y por eso les ocurre lo que les ocurre.
Lean a Larra:
-Dígale usted al hombre que tiene talento. "Cierto", exclama en su interior. Dígale que es el primer ser del universo. "Seguro".
Esos elogios son inevitables, y lo evitable -y aquí está el problema- es que Varela y Valente, como está dicho, pensaban que eran ciertos y verosímiles.
Ese tintineo.
Qué oportuna tu columna, José Ramón.
Y qué bien escrita, Gerardo
Alguien debe decirlo, José Ramón.
La voy a recortar y conservar, Gerardo.
Te pasaste JR y tú también, Gerardo.
Y también esas campanadas al vuelo que espantan a las cigüeñas, pero no a ellos: "¿No han pensado en recopilarlas y convertirlas en libro?". Digamos que esas sumas de columnas son las que llevan al desastre a las editoriales, pero esa es otra historia.
Entonces llegan a los ministerios y en vez de administrar quieren opinar.
Y en vez de hacer el trabajo parco y gris, andan en busca de algún interruptor que les alumbre la ampolleta.
No se contentan con el silencio de las paredes frías y el panal de funcionarios, porque aún les suena el runrún de sus columnas y creen que ese oficio los precede.
En verdad nadie tiene idea y en los ministerios nadie nunca leyó nada firmado por Varela o Valente, pero se resisten sicológicamente y por eso el hablar de más y el opinar de yapa, con el riesgo de terminar como el hombre bala.
Acá el único listo, y hasta por ahí no más, porque él los escogió y puso en el cargo, es el Presidente de la República.
Así que en este tablero no son ni alfiles ni torres y su pieza es la que antes se mencionó muy al pasar, pero que ahora se repite, porque así es como entra la letra: peones camineros.