¡Qué historias conmovedoras pueden contar algunos exiliados chilenos! La de un grupo de jóvenes campesinos que fueron a estudiar ilusionados a la Unión Soviética, apenas unos días antes del golpe militar de 1973, creo que puede ser de las más trágicas. No solo porque estudiar y trabajar en las regiones interiores soviéticas era difícil por el clima y el idioma, sino, en sus casos, porque fueron sometidos sin apelación a un sistema totalitario que tomó las decisiones por ellos.
Cristián Pérez cuenta en su libro "Viaje a las Estepas" (Catalonia, 2018) cómo 93 estudiantes, casi todos de provincia y ligados a los partidos Comunista y Socialista, quedaron varados en las estepas de Krasnodar, a 1.344 kilómetros al sur de Moscú. Estudiaron mecánica agrícola, algunos siguieron en una universidad, otros fueron enviados a una academia militar en Bulgaria, mientras los alumnos menos capaces fueron rápidamente destinados a trabajar en los campos.
Los relatos recogidos por Pérez de boca de un grupo de ex militantes PC que estuvieron en la escuela técnica de Akhtyrskiy develan la vida estudiantil y el paso a la madurez de algunos de ellos que no se adaptaron totalmente al sistema soviético, pero que luego lucharon con armas para imponer el comunismo en Chile. Muestran a jóvenes que fueron sometidos a instrucción de guerra en Bulgaria "para dotar al PC de cuadros formados como militares", que combatieron junto a los cubanos en Nicaragua y más tarde ingresaron clandestinamente a Chile con el Frente Patriótico Manuel Rodríguez. A varios que se casaron con jóvenes rusas y se instalaron allá para siempre. Otros, con más suerte, se fueron a países europeos que les dieron la libertad que la URSS les negaba, pero sus testimonios no están contados.
A mi parecer, la historia más dramática es la de Roberto Osses, un "músico de ojos verdes y cabello largo", que fue llevado junto a unos seis compañeros a Bulgaria para un entrenamiento militar de dos meses, y que al llegar a la academia fueron informados de que estarían cuatro años hasta graduarse como oficiales del ejército búlgaro. Ante esta perspectiva, Osses dijo que no tenía interés en seguir la carrera militar, que solo iba a un curso de verano. Le aceptaron su renuncia, pero se le prohibió salir de Bulgaria por conocer la misión secreta del PC y, sin pasaporte ni salvoconducto ni apoyo del partido, debió quedarse en ese país, donde se ganó la vida como músico hasta que "tras deambular ebrio por las calles de Sofía fue hallado muerto, junto a su guitarra", hace pocos años.
Los testimonios son estremecedores e inquietantes. Ninguno de ellos puso en duda, ante el autor, la validez del sistema soviético, ni cuestionó las limitaciones de movimiento -no podían salir de la ciudad sin permiso- o las decisiones que les imponían sobre su futuro. No parecen haberles chocado prohibiciones como la de tener un taller para fabricar pantalones pata de elefante, que vendían a escondidas para ganarse unos rublos, y que fue considerado "diversionismo ideológico, por fomentar el uso de la moda de Occidente". Por carecer de documentos, estaban a merced de los anfitriones soviéticos (o de sus jefes del PC), y obedecieron sin chistar el destino que se les impuso.
Es una penosa historia de jóvenes ingenuos que soñaban con el socialismo en una URSS que se derrumbaba, pero que no aflojaba las cuerdas sobre las vidas de quienes vivían bajo su dominio.