H ace poco visité por primera vez el "Jardín Chino" del Parque O'Higgins, un montículo rodeado de agua en donde comparten espacio una minipagoda y otros fragmentos tan sugerentes como inconexos. Ese cerrito es el único vestigio que queda de la época en que el parque era Campo de Marte. Cumplía la función de contener los proyectiles que disparaban las tropas ensayando puntería, cuando el sitio no era más que una gran cancha delimitada por un foso, antes de que Luis Cousiño lo transformara en parque.
A pesar de su devoción por el espacio público, Vicuña Mackenna nunca demostró veneración por la donación paisajística del magnate. Consideraba que sería un paseo destinado a la élite encarrozada, en contraste con su Santa Lucía, al que consideraba verdaderamente democrático. A pesar de ello, quiso intervenir en el cerrito del Campo de Marte, llevar agua desde la Penitenciaría para alhajarlo de jardines y rodearlo con un foso. Con ello materializaba un diseño que venía ideando desde su juventud y que conformaría la colina como una miniatura del Santa Lucía. Ese era su único interés.
Hoy en el cerrito llaman la atención un puente y un cobertizo chinesco, que fueron instalados en la década de 1960. Detrás subsiste una falsa gruta de piedra, que tenía en sus tiempos de gloria un acuario con un pez solitario. Aunque a Vicuña Mackenna le hubiera parecido fantástica, no estoy segura de su origen. Pero, en el flanco norte y sobre el agua de la laguna, se encuentran una serie de columnas roídas. Están hechas en albañilería y se nota que alguna vez tuvieron estuco, del mismo modo que las falsas rocas que sostienen las laderas del cerrito. Se distinguen una serie de entrantes y salientes que permitían recibir plantas colgantes y probablemente agua. Me recordaron el antiguo acceso del cerro Santa Lucía que el jardinero Pedro Streit ornamentó en 1872 con dos columnas hechas a partir de las piedras del cerro y que tenían los mismos receptáculos para incorporar vegetación. Vicuña Mackenna las celebró especialmente. Me recordaron también las naturalezas falsas de los parques parisinos, como el Buttes-Chaumont o el Montsouris, en donde se probaron todas las posibilidades del hormigón para imitar piedras y troncos. Y me acordé de la arquitectura de Manuel Aldunate, en el Santa Lucía, en donde se pusieron a prueba nuevas formas de producir y moldear ladrillos, gran innovación industrial de nuestro siglo XIX.
¡Eureka! En esos estucos descascarados vi el gusto de Vicuña Mackenna, la tecnología de Chile en 1870, las obsesiones y el modo de hacer de una modernidad pasada. Y me pregunté cuántos vestigios pueden andar por ahí sin que todavía nadie les escriba una historia.