Entre la avalancha de conmemoraciones suscitadas esta temporada a partir del cincuentenario de 1968, hay una que -ojalá- no debería pasar desapercibida: el de los estrenos casi consecutivos de dos películas clave en el devenir del cine chileno: "Ayúdeme Ud. Compadre" y "Tres Tristes Tigres". La primera debutó un 17 de octubre, permaneció más de un año en cartelera, y aunque se convirtió en el filme más visto de nuestra historia (hasta ese momento), hoy está casi olvidada. La segunda apareció justo un mes después (19 de noviembre) y luchó como pudo en unas cuantas salas de Santiago centro antes de desaparecer del mapa, convertirse en una curiosidad, luego en un objeto de culto, antes de emerger -aclamada, restaurada y reestrenada- en el centro mismo de nuestro apretado canon audiovisual.
Tal disparidad en los destinos de ambas, tanto en su fecha de estreno como en su trayecto posterior, no es casual. Era el fiel reflejo de algo que llevaba cocinándose en nuestro ambiente fílmico por casi una década, algo que explotó -y luego implotó- con fuerza durante el período de la Unidad Popular, y que medio siglo más tarde (con premio Oscar incluido) todavía pena como porfiada ánima cada vez que el cine chileno -como tema, como problemática, como karma- sale a colación. Y algo parecido ocurre con las inevitables preguntas en torno al asunto, las que, de tan formuladas, ya tienen sabor a repetidas. ¿Hacemos películas para vender tickets o para competir en festivales? ¿Estimulamos la inversión privada o mantenemos el apoyo del Estado? ¿Filmamos historias que nos "identifiquen" u optamos por una "mirada de autor"?
Medio siglo más tarde, el debate continúa sin solución cierta, y quizás por lo mismo es útil retroceder al origen, a los días en que un optimista Germán Becker -el director del "Compadre"- proclamaba su película como "un documental de emociones, sensaciones y recuerdos... La mejor fotografía de Chile en su mejor momento". Entrevistado por Revista Ercilla, el hombre que se había convertido en figura pública organizando los clásicos universitarios de los años 60, para luego oficiar como asesor del presidente Frei Montalva (y después apoyar férreamente el golpe militar), decía que ante el desafío de una industria cinematográfica chilena prefería "setenta películas malas al año a una sola buena. (...) Esto es como las anchovetas. El factor financiero es muy importante". En el último medio siglo, muchos han repetido o reformulado estos dichos -de forma menos colorida, claro-, imaginando al cine nacional poco menos que en ruta inexorable a una suerte de tierra prometida donde todas las salas están llenas. Pero a fin de reforzar su idea, Becker tenía una bala extra que disparar: en el mismo medio, unos cuantos números después, acusaba a "Tres Tristes Tigres" de ventilar las flaquezas del país en vez de sus virtudes ("una película mala, a la que no asiste público, le hace daño al cine chileno"), mientras Raúl Ruiz, el joven director de los "Tigres", expresaba enfático su rechazo a "la visión rosa" de Chile proyectada por la cinta de Becker. "Está enfermando (al país) de chauvinismo, más de lo que ya está".
Aunque a nivel de superficie, Becker planteaba su polémica -recogida in extenso en Cinechile.cl- como un asunto de popularidad, lo que estaba sobre la mesa era pura ideología. La forma en que un país se "presentaba" a sí mismo, a través de las imágenes. Y de eso, precisamente, trata su "Compadre": un conjunto de sketches y viñetas, algunas inocentes, otras pícaras; la mayoría musicales, nacionalistas, criollas y achilenadas, que forman parte de un pasado tan distante que se vuelve irreconocible. Vaya ironía: mientras el retrato de aquel mundo se ha ido destiñendo, tal como el color de la película Kodak con que fue filmado, las densas luces y sombras que Ruiz aplicó al suyo han ido cobrando entidad y quedando más y más a la mano, y no porque intentasen retratarnos. Fue al revés: nosotros nos convertimos en ellas.