Hay ciudades de Latinoamérica que primero nos encandilan por lo diferentes y luego nos sorprenden con fraternas similitudes. Recife, capital del estado de Pernambuco, en el nordeste brasileño, es una conurbación de asentamientos costeros que aloja unos 5 millones de habitantes. Una diferencia irremontable para Chile está en su exuberante playa urbana, aunque está castigada con tiburones, lo que la inhabilita para el nado. Da igual: la refrescante brisa marina y sus más de siete kilómetros de paseo costero bien habilitado y lleno de vida la hacen un balneario inolvidable.
Sin poder equiparar la densidad del espesor histórico e industrial de Brasil, algo tiene Recife de Viña y Valparaíso. El sector más despampanante se conforma por un farellón de rascacielos de alturas diferentes que enfrentan el Atlántico. Ignoro los mecanismos que explican la coexistencia de edificios de 20 pisos con otros de 40, pero el magnífico efecto del conjunto hace que la arquitectura de cada pieza sea irrelevante. Estos "guetos verticales" son de clase alta, y en sus numerosos sistemas de defensa se evidencia que en la lucha contra la desigualdad también han salido derrotados.
Pero, a pesar de la altísima densidad, las veredas son estrechas y mal pavimentadas. Casi no hay papeleros, y sin embargo, no se ve basura. Será que eso se explica por la misma madurez cívica que permite a los brasileños beber alcohol en la playa sin hacer de ello una hecatombe.
La política de ciudad decae considerablemente en el centro histórico, que recuerda con amargor la ya inherente decadencia de Valparaíso. Aunque Recife posee una inapreciable colección de gemas de arquitectura barroca y beaux arts , el engaste de las joyas es un caldo de grafiti, basura y miseria que hiere al alma más insensible.
Estas ciudades que nos hermanan en dificultades son espejos de aprendizaje: la liberalidad en la edificación en altura solo se resiste con un espacio público de espectacularidad geográfica, y la combinación no conlleva precisamente tugurios, sino elitización. Además, en la carencia de una política urbana, el patrimonio puede quedar oculto, sumergido en la mediocridad, no importa cuál sea su valor específico.