El proyecto de crear -a partir de pueblos, regiones y Estados que se han enfrentado entre sí por siglos- una sola comunidad llamada Europa ha pasado por pruebas muy difíciles: guerras, crisis económicas, nacionalismos, terrorismo. Ahora se le suma otra que podría llevar a su colapso: la migración.
Uno puede remontarse a la historia y decir que sin las migraciones Europa no sería lo que ha llegado a ser. Pero esto no calma la ansiedad de una ciudadanía que ha visto en los años recientes la llegada masiva de inmigrantes, primero de la Europa del Este, con la caída del comunismo; luego del Oriente Medio, tras el desastre provocado por la invasión a Irak, y ahora provenientes del África subsahariana, empujados por las guerras y la violencia, la miseria agudizada por el cambio climático, y sobre todo por la explosión demográfica. La población africana actualmente alcanza los mil trescientos millones de habitantes: en 2050 llegará a dos mil quinientos millones -para entonces, cuatro de cada diez nacimientos en el mundo vendrán de África-.
Sin recursos ni oportunidades, es inevitable que masas de refugiados africanos busquen nuevos horizontes en Europa, desplazándose hacia el norte con la esperanza de encontrar una vía para cruzar el Mediterráneo. La mayor concentración está en Libia, un país sin Estado, donde son sometidos a extorsión, torturas, trabajo forzado y violaciones por las bandas que controlan su territorio. Desesperados por huir, de 2014 a la fecha 13 mil refugiados han muerto ahogados, muchos de ellos -al igual que los sobrevivientes- niños y adolescentes que sus padres han logrado subir a las "pateras" con la ilusión de que tengan una mejor vida que ellos. Europa ha tratado de contener este flujo combatiendo a los traficantes, deteniendo a las embarcaciones en las costas libias y desentendiéndose del rescate, que ha quedado exclusivamente en manos de ONGs humanitarias, lo que ha conducido -como lo ha denunciado Amnesty International- a un constante aumento de muertes en el Mediterráneo.
Los países europeos más afectados por esta oleada han sido hasta aquí los más próximos a las costas africanas, como Malta, Grecia, Italia y España. Estos reclaman, como es lógico, una respuesta europea que les evite hacerse cargo del problema por sí solos. Este reclamo es, de hecho, lo que ha catapultado a la extrema derecha italiana, liderada por Mateo Salvini, que se ha transformado de hecho en la primera fuerza política del país. En el extremo opuesto, los socios bávaros de Angela Merkel, lo mismo que los gobiernos de Austria y Hungría, declaran no estar dispuestos a acoger ni un refugiado más de los que llegan a las costas europeas.
Ante tal encrucijada, los gobernantes de la Unión Europea han acordado recientemente un plan para crear "centros de control" donde recibir a los migrantes y seleccionar a quienes serán acogidos, ojalá instalados fuera de las fronteras de Europa. Junto con esto, se anuncia un plan de desarrollo (¡otro más!) para los países de origen, y crear un sistema de gobierno para Libia que retenga a los migrantes. Este plan, fruto de un frágil compromiso político, ha sido acusado de estar creando un muro más sutil, pero no muy diferente al de Trump. No es claro, tampoco, que él logre apoyo en una opinión pública cada vez más sensible a discursos y líderes que, en lugar de promover una solución común y solidaria, proponen simplemente reforzar sus fronteras nacionales.
La cuestión migratoria ha puesto en jaque el proyecto europeo. Es de esperar que sus instituciones y dirigentes tengan la inteligencia para resolver la encrucijada. El bienestar de la humanidad depende mucho de ello.