Una cámara hábil y serpenteante circula por el sobrepoblado departamento donde transcurre buena parte de "My happy family", en una ciudad de Georgia. Lo hace -en planos largos- casi a "topetones", como sus moradores, tres generaciones que conviven bulliciosas e invasivas, en una situación que les parece de lo más natural. Hay un ropero enorme en la pieza de Nino, una chica de 23, y su marido, donde todos ponen su ropa.
Esta Arca de Noé podría estar en Maipú, Estación Central, Ñuñoa, Santiago; o en Lanús, Liniers, Avellaneda, en Buenos Aires. Por momentos es imposible no recordar "La omisión de la familia Coleman" (Claudio Tolcachir) o "Mi hijo solo camina un poco más lento" (de Ivor Martiniæ, dirigida por Guillermo Cacace), dos exitosos montajes porteños. Dramas sobre algo tan universal como las familias disfuncionales. Solo que en esta -construida por los realizadores Nana Ekvtimishvili (georgiana) y Simon Grass (alemán)- no hay nadie con algún problema ni que esté disconforme. Ni la abuela, la entrometida y algo vociferante Lamara, ni el abuelo Otar, que de vez en cuando rezonga contra la KGB, los soviéticos y este gobierno, ni sus nietos Nino -la chica casada- y Lasha, que a sus 20 años está siempre pegado al computador. El padre de estos adolescentes, Soso, también se ve muy cómodo.
La única que no lo está es precisamente su esposa, Manana (Ia Shugliashvili, prodigiosa actriz de teatro y cantante), madre de los chicos, hija de Lamara y Otar.
Ella es una mujer de 52 años, que pudo ser atractiva, pero que está aplastada y agobiada. Es profesora de literatura en un liceo. Y ha tomado una decisión: arrendar su propio departamento.
Es el día de su cumpleaños y su marido y su madre insisten en que hay que celebrarlo con invitados y torta. La voz que menos se oye es la de Manana: evita sumar otro ruido y está cansada de que no la escuchan. "No quiero celebrarme", dice. Pero todo se hace como quieren los otros.
Hasta que sin más, les anuncia que se va. "No entiendo que no te guste vivir acá", le larga la madre. "¿Qué pensarán de mí ahora?", tercia el marido. Luego la madre le enviará al hermano, Rezo: "Respétame. Hazlo por mí", es lo que mejor se le ocurre decir.
Manana se ha hastiado de repetir: "¡Soy una mujer adulta!".
Pero vive en una sociedad patriarcal, que, eso sí, está experimentando un cambio, el que se resume en estas tres generaciones conviviendo y que hace posible que ella pueda concretar tamaña subversión: dejar a su marido y a sus hijos.
Como un espejo de su situación interna, una alumna de 17 años le cuenta que se ha divorciado. "Si uno dice no, es no", le explica la chica.
Es lo que ella ha tratado de establecer en el ruido familiar. Ahora ¡por fin! siente el silencio que tanto ansiaba y la música que ama, sentada en su modesto y algo trajinado departamento, que se respira como un paraíso de paz.
En un estilo totalmente naturalista con cierto tono grotesco, "My happy family" funciona como una postal de vidas cotidianas y una mirada casi antropológica a una sociedad en plena transformación.
De todo ello se desprende un cierto humor -las actuaciones, formidables- y algunas pocas pero contundentes sorpresas que contribuyen a completar el cuadro.
Pero ni hay grandes puntos de giro ni sobresaltos.
Su valor reside en lo contrario: en esa cámara que escudriña las sutilezas tras lo rutinario; esa galería de personajes del todo corrientes y vidas muy comunes, seres anónimos de aquellos que hay en cualquier esquina de muchas partes del orbe.
Esto es cine de autor y pese a su aparente simpleza (o quizás por eso mismo) es para todo espectador.
(En Netflix).