Ha llegado el invierno y es hora de que nos metamos para adentro, que busquemos refugio en las raíces. Estuvimos demasiado tiempo afuera, embelesados por la habladuría vacía y el activismo vano; es hora de regresar, de regresar hacia el interior: es invierno. Los árboles ya lo hicieron: se despojaron de las hojas, que les pesaban como piedras en sus espaldas; todo peso es un obstáculo para este replegarse que es también germinar. Porque en el invierno se preparan las germinaciones. Invernar es desasirse. El invierno es como una primavera hacia adentro. ¿Pero quién tiene las llaves del invierno? ¿Quién las perdió o escondió? ¿El ogro malo del cuento, que nunca quiere que retornemos a nuestro hogar? Desde que se perdieron sus llaves, todos huyen de esta estación, se esconden en sus casas y prenden sus pantallas anestesiantes con desesperación, porque cuando despuntan las primeras heladas o lluvias, las asocian a tristeza y soledad. Todo está hecho para huir del invierno.
Hace tiempo que aprendí que esta es la estación más interior, la estación en la que desciendo como un pasajero sin equipaje, sin boleto, sin mapa, despojado, a la intemperie, con las manos en los bolsillos y cantando una canción muy antigua que todos olvidamos. Porque el invierno también tiene canciones, canciones que se escuchan hacia adentro, canciones en las que oímos nuestra propia voz, nuestro " daimon ", y que nos cuentan por primera vez nuestro rostro verdadero.
Invierno: tiempo de la escucha, de la espera. Ya no estoy en casa, en eso nos transformamos cuando volvemos a encontrar las llaves del invierno. Me voy a un largo viaje hacia el invierno y no volveré hasta que no haya acumulado suficiente energía interior para ser primavera otra vez. Pero no sé si llegaré, porque el invierno es solo para espíritus muy selectos. Para los mendigos que deambulan silbando con las ropas mojadas, para los niños que saltan en los charcos. Como mis amigos del sur más profundo, que prenden fogatas y se cuentan historias de crecimiento y renacimiento, mientras beben un vino que es la sangre de la tierra y brindan con agua de lluvia en copas y se miran a las caras y se entienden sin hablar, porque todos ellos hablan el idioma del invierno.
Hay que salir a las calles y decirlo a los cuatro vientos: ¡Ha llegado el invierno! ¡Ha llegado el invierno! Y despedirse de las golondrinas y saludar a los pájaros emisarios del agua y el frío. ¡Cómo desgarran el cielo las bandurrias, con su canto anunciando esta fiesta hacia adentro! Todos tienen que saber que ya es invierno y que es hora de volver a la patria olvidada y descuidada. Es la estación en la que hablamos con los muertos. Sin muertos no hay primavera. Y sin invierno no hay interioridad, el único lugar donde maduran los frutos del verdadero consuelo. Llevamos demasiado tiempo afuera y nos olvidamos de soñar, y recordar. Olvidamos la música callada, lo que somos en el fondo, aunque solo queramos huir de ahí. ¿No le dimos la bienvenida al invierno, no le hicimos un carnaval? ¿Es que acaso no lo merecía más que la primavera? El invierno trabaja, trabaja arduamente, más que cualquier estación, pero nadie lo saluda, nadie le canta, nadie lo festeja. Benditos y sabios los pueblos que celebran su llegada: el pueblo mapuche, por ejemplo, con su Wetripantru , fiesta del solsticio más olvidado.
Invierno: déjame decirte cuánto te he esperado y cómo te busqué en las primeras lluvias y las primeras nieves. Con tu frío calado hasta los huesos, saqué mis viejos y entrañables chalecos, y las fieles bufandas, y con ellos, y sin miedo, desciendo. Desde el fuego que encendimos para calentarnos, alguien me mira. Y alguien avanza por la niebla, alguien de espaldas, un desconocido que podemos ser nosotros mismos. Y nos reconocemos en él, y lo saludamos. Y de pronto empezamos a echar raíces. Como los árboles. ¡Raíces hacia abajo y hacia arriba! Árbol a la intemperie poblado de signos: en eso nos transformamos cuando volvemos a encontrar las llaves del invierno.