El cuarto abordaje local de "¿Quién le teme a Virginia Woolf?", texto clave de la dramaturgia de EE.UU. en las últimas seis décadas, permite constatar comparativamente cómo ha declinado aquí la calidad interpretativa en este tiempo en el área del realismo psicológico, viga mayor de la cartelera en cualquier plaza teatral. Esto, porque Edward Albee lo escribió con tal precisión y virtuosismo, que todos sus montajes se parecen y deben obedecer a un canon común; la diferencia está dada más que nada por las capacidades de su equipo.
Primero lo estrenó en 1964 el Teatro de la U. de Chile en su época de mayor gloria, a solo dos años de su bullado debut en Broadway, con un elenco excepcional encabezado por Agustín Siré y María Cánepa, dirigiendo el primero. Tan memorable y de excelencia que no pareció desteñir ante la versión del National Theatre -con la espléndida Imelda Staunton como Martha-, cuyo registro en video nos regaló el ciclo del Teatro Nescafé de las Artes el año pasado. En 1992, la compañía de Tomás Vidiella (y una notable Blanca Mallol como Martha) dio una entrega satisfactoria, en general, con objeciones puntuales, cuyo remontaje 14 años después resultó también irregular, pese a los cambios de reparto. Como referente, el joven interesado dispone en streaming de la multioscarizada cinta de 1966 con Richard Burton y Elizabeth Taylor, que es buen teatro filmado (no podía ser de otro modo).
Nada desentona en la actual versión. En ella se puede seguir la sangrienta reyerta de un matrimonio maduro que apenas se tolera mutuamente, en un trasnoche privado tras una recepción en la rectoría de la universidad. Él es un mediocre profesor de historia, ella la hija del rector, y las víctimas propiciatorias son un joven nuevo docente y su esposa histérica, invitados a continuar la juerga. Al brillante duelo oral rebosante de lancetazos de amarga mordacidad, se debe en gran parte que la platea se mantenga alerta.
Pero lo que acá se brinda no explica que a este inteligente y complejo texto se le califique de clásico. Debiera ser un tsunami emocionalmente devastador por su cruel y corrosiva carga de fracaso y rencor acumulados: salvo el final, equivale más bien a un temblor grado -digamos- 3. Una riña de cónyuges hastiados que se aguijonean con pesadeces de venenoso calibre para ver hasta dónde aguanta el otro, azuzados además por el alcohol. Así es imposible que aflore el sentido crítico más profundo de la trama: la decadencia de la sociedad a partir de su célula básica, la familia, y la esterilidad de la élite intelectual para frenar el derrumbe.
La tercera dirección de Pablo Halpern, de nuevo sobre un texto de gran exigencia, revela otra vez su discreta conducción de actores empeorada por erradas opciones de
casting. Asombra que el único desempeño entero e impecable sea el de Camila Hirane, el rol menos determinante. Willy Semler, quien conoce al dedillo la obra, pues dirigió las dos versiones de Vidiella, hace un George que desde la partida se muestra vencido y sin dignidad; si bien crece al final, no es el enfoque con más potencial dramático. Solange Lackington entrega una Martha chiquita, la más débil que hayamos visto, a kilómetros del monstruo aniquilador que debe ser, una Medusa desbocada que avanza a abrasarse en su propio fuego. Por último, Diego Ruiz contradice su rol físico: no luce arrogante ni como un potro de ardiente sexualidad. Otro lunar: al subir al segundo piso los personajes se dirigen al fondo a la derecha, cuando la escenografía propone una escala a la izquierda que solo se usa una vez.
Teatro Mori Bellavista. Jueves a sábado, a las 21 horas. Domingo, a las 20 horas.