El desarrollo y la clave del significado de una narración imaginaria se concentran a veces en un párrafo inicial de su texto. "El paso lento de los años, tarde a tarde imprime carácter a los residentes de la hacienda, marcando por muchos siglos a los descendientes de Josefa con un sello indeleble que escapa a la comprensión de aquellos que por esas fechas ya van quedando atrapados en la nebulosa de los tiempos y el olvido". Esta afirmación sale al paso del lector en las primeras páginas de
El sueño de la Leona , interesante y entretenida novela con que Ana Durruty (Ovalle, 1962) relata la saga familiar que inicia Josefa del Rosario Calderón de la Barca y Figueroa, señora de Tierra Quemada y heredera de una extensa encomienda al interior de Combarbalá, después de desembarcar en el puerto de Coquimbo, en octubre de 1698, con solo 18 años a cuestas.
El sueño de la Leona se incorpora a un interesante grupo de novelas publicadas en los últimos años que dialogan polémicamente con los relatos que colocaban al hombre como el eje y motor del desarrollo de las sagas familiares. Tres generaciones de mujeres cubren la historia política de Uruguay durante el siglo XX en
La montaña invisible (2009), de la escritora uruguaya-americana Carolina de Robertis. En Chile, es de perogrullo mencionar la trilogía formada por
Hija de la fortuna ,
Retrato en sepia y
La casa de los espíritus , de Isabel Allende. Sin alcanzar la resonancia de estas novelas, también Beatriz García Huidobro publicó en 2005 el interesante relato
Las Marías , una saga de siete generaciones de mujeres que llevan ese nombre. En España se publicó La casa de los amores imposibles (2010), de Cristina López Barrio, una estupenda novela que recordé porque su estirpe de mujeres, al igual que la de Josefa, cuyo destino está profundamente marcado por un incesto inicial, también posee un estigma indeleble que la singulariza y condena.
La novela de Ana Durruty es de números más ambiciosos. Una voz narrativa omnisciente se encarga de relatar la genealogía de 11 generaciones de mujeres descendientes de Josefa que termina en Madrid durante los años posteriores a 1980. Todas comparten una marca significativa: llevan "del Rosario" como segundo nombre. "Ese nombre sagrado será el sello de la maldición, cuya oscura e inevitable verdad solo algunas señoras de Tierra Quemada presentirán, a pocas se les revelará, pero que todas deberán padecer sin escapatoria posible". Pero por ubicarse también fuera de los límites del tiempo, esta voz descubre, asimismo, que la cronología lineal es engañosa. La historia se muerde la cola. Calixta del Rosario Pérez Moncada, la última descendiente de la fundadora, regresará a los orígenes españoles de la estirpe para terminar con la condena que ha perseguido a cada una de sus integrantes durante trescientos años: "La maldición de las mujeres, santas o putas, que no saben amar morirá con ella (sic), una noche cualquiera del futuro lejano".
Quizás algunos lectores perciban que se proyecta una perspectiva más bien conservadora sobre la historia de una genealogía femenina que se desintegra en una dirección inversa a la que sigue Chile en su camino hacia la modernidad, pero eso no afecta el valor literario de la novela. Tampoco importa que se reconozcan rasgos que comparte con otras novelas similares: el estilo hiperbólico de origen garciamarquiano que se ha popularizado en la narrativa escrita en español, la ascendencia literaria fácilmente identificable de algunos personajes e, incluso, algún milagro sorpresivo. Lo que molesta es un lenguaje a ratos débilmente construido que afecta la calidad de las imágenes y, sobre todo, el uso deficiente de signos sintácticos, especialmente la coma que, con presencia innecesaria y enervante, quiebra la agilidad que debería exhibir siempre el estilo y termina con la paciencia del lector. Pese a ello, la novela de Ana Durruty contiene numerosos méritos narrativos que permiten a su texto ofrecer una experiencia más que satisfactoria.