Alberto Fouillioux terminó entendiendo el sentido del espectáculo muchos años después de haber jugado el Mundial del 62 y haber ganado dos títulos con la Universidad Católica. Fue tras su pasada por Francia, donde defendió al Lille y estudió para ser entrenador, cuando asumió que lo suyo transitaría por la formación y la educación.
En las divisiones menores de la Universidad Católica y, sobre todo, en el Canal 13, Tito terminó por encontrar una vocación que ya lo había distinguido como un jugador polifuncional y versátil, que servía para todas las misiones, pero sin jamás dejar de lado el lucimiento y el brillo. A partir de entonces, su rol de ídolo, forjado en la identificación con la UC y la selección, sería fundamental.
A los cruzados no sólo los llevó al título, a la Libertadores y a salir de la Segunda División (cuando volvió en 1975 para una operación rescate que terminó de la mejor manera), sino que les forjó una cantidad interesante de jugadores a los que descubrió y forjó con sabiduría. En la Roja jugó dos mundiales y sirvió generosamente a la causa de profesionalizar el oficio, a punta de estudios, educación y modos.
Fue por eso que luego, cuando abrazó las comunicaciones, supo transitar con sabiduría entre el conocimiento duro y el carisma para volver a mostrar su versatilidad. Comentó, relató, condujo y jugó frente a las cámaras, sobre todo cuando fue necesario ampliar los públicos, acercar a la gente, hacer una lectura más horizontal del fenómeno.
Fue en "Lo mejor del Mundial", un programa de 1986, donde Fouillioux comprendió que entre políticos, artistas y personajes que con el pretexto del fútbol hablaban sobre actualidad, el respeto a las historias mundialeras marcaría la diferencia. Fue al rescate de la memorabilia, desarrolló un particular sentido del humor y se prestó para el show bajo una premisa inviolable: su enorme respeto por el espectáculo.
Tuvo, en el punto más alto de su carrera, problemas legales que lo alejaron de sus pasiones y marcaron sus últimos años por la amargura de la postergación, pero ni en el fútbol ni en los medios hubo reproches ni olvido para una labor que fue impresionante en su perseverancia y digna de elogio por su consecuencia. En una época en que el periodismo se hacía de chaqueta blanca, la generación de Julio Martínez, Raúl Prado, Abraham Dueñas, Hans Marwitz, Néstor Isella, Pedro Pablovic y muchos más harían escuela en la televisión batallando con más tristezas que alegrías en la cancha.
Una generación que no vivió la generación dorada y a la que le habría costado adaptarse a los nuevos tiempos, aunque el conocimiento de las crisis dirigenciales y los problemas del camarín no les eran ajenos.
Se fue Fouillioux y lo hizo justo en medio de la fiesta mundialera. Casi como un homenaje. Porque estando o no estando (algo con lo que Tito lidió con frecuencia), no podía vivir una Copa sin saberse partícipe.