Recordará Su Mercé que, más de una vez, hemos comentado aquí el curioso y nunca bien ponderado hecho de que en esta larga y angosta faja, que se agarra a los cerros para no caerse al mar y donde, por consiguiente, existe una cantidad espantosa de éste, comemos poquísimo pescado. Alimento tan sano, nutritivo, sin colesterol, con tanto fósforo, bueno para la memoria, y lleno de todas esas benéficas y desalentadoras propiedades que los nutricionistas endilgan a las buenas cosas de esta creación de Dios para hacerlas aburridas de comer. Porque, ¿habrá nada más desprovisto de encanto que el masticar algo sabiendo que está compuesto de tal porcentaje de lípidos, tal otro de caroteno, tal otro de proteínas y otros elementos tan salutíferos como odiosos? ¡Encarecer esos prosaísmos en vez de llenarnos la imaginación de bellas escenas marinas, de subacuáticos palacios de algas, de encantadores corales y de graciosos cuerpos ahusados cubiertos de tornasolada plata!
Pues bien, olvídese Usía por unos días -si es que puede, claro; "a lo imposible nadie está obligado", como dicen esos tinterillos encorbatados, engominados y transpirados de tierra adentro; y es de las pocas sensateces que profieren-; olvídese, digo, de esos costillares de chancho bien aliñados con ají, orégano, sal, pimienta, un "sí es, no es" de vinagre y, luego, asados a fuego lento al horno, donde trabarán amistad con unas papas que se dorarán e impregnarán, en provechosísima simbiosis, de las enjundias chanchulinas (¡oh!); olvidarse, en fin, de todo eso y prestar atención a las delicias que se pueden hacer con los pescados.
Uno de los principales atractivos de ellas es que estos bichos acuícolas son casi siempre simples de preparar. Hemos visto, hace unos días, a una amiga nuestra ahumar una sierra de regular tamaño envolviéndola en diarios húmedos y poniéndola sobre su parrilla bien humeante. Una fácil técnica, que no ahúma en exceso ese manjar.
Ojo, pues, con lo que viene, que no le quitará prepararlo ni un segundo de su apreciada existencia.