Muchas veces, en las discusiones de sesgo político y social, se revela la persistencia del ideal ilustrado, al menos en lo que tiene que ver con la convicción de que el conocimiento hace mejores a los hombres. En este sentido, se invoca a la educación como la luz redentora que aleja a los pueblos de las tinieblas de la ignorancia, la delincuencia y los vicios.
Por cierto, esta difundida actitud sería como un remanente de un modo "pre freudiano" de entender el mundo. En semejante contexto, la imagen de la educación es la de la cátedra: la figura del maestro en el estrado o conduciendo un documental televisivo o incluso ejecutando un desplazamiento peripatético en un parque otoñal. El hecho es que siempre estaría, en la escena educativa, la presencia del que vierte "la música del saber" en los oídos de los concurrentes,
Por lo mismo, da la impresión de que la mayoría de las personas no considera educativa la experiencia directa, el tipo de conocimiento que uno internaliza por sí mismo y por pura necesidad de la supervivencia.
Un ejemplo: desde que tenemos autoconciencia observamos la conducta de la gente en las calles. Llevamos décadas en este ejercicio. Hemos chequeado millones de formatos expresivos posibles: formas de caminar, miradas, formas de pararse en las esquinas, inflexiones de voz, atuendos, gestos. Detectar con el rabillo del ojo la proximidad de un loco o de un facineroso -nada más que por la dinámica de sus movimientos- es el resultado de un complejo proceso de educación espontánea.
Me parece que si prescindiéramos de esta clase de educación no libresca, no podríamos adaptarnos a un entorno social tan veleidoso como el que tenemos. Es por lo demás lo que está realmente a nuestra disposición, al contrario de la química que se enseña en los colegios, al margen de cualquier empirismo. Me imagino que si uno enseñara a navegar por internet sin computadores ni internet podría decir que la suya es una disciplina muy compleja.
Lo que no perduró del Siglo de las Luces fue el prestigio de la enciclopedia. Cuando Borges celebraba este subgénero, porque ofrecía una ordenación arbitraria del universo, iba un poco en contra de la corriente intelectual de su época. Un escritor o filósofo u opinante que reconociera ser lector de enciclopedias estaba condenado a un desprecio medio secreto, burlesco, ya que se revelaba ante los demás como un hombre común, máximo pecado a los ojos del petulante.
Sobre las enciclopedias y los diccionarios, yo agregaría que producen la fascinación de lo minúsculo, de los mundos en miniatura, de todos esos juguetes mágicos en cuyo interior insospechado uno podía asomarse, sustrayéndose del tiempo.