Harlan Coben (1962) no está entre los mejores practicantes actuales del género negro y en cuanto a estilo o temas es superado por autores tales como Sara Paretsky, Sue Grafton, Jo Nesbo, Ian Rankin o Fred Vargas, por citar casos sobresalientes. Pero sin duda es el más exitoso de todos: ha obtenido los principales premios de narrativa criminal, ha sido traducido a más de 40 idiomas y ha vendido cerca de 100 millones de ejemplares. No es difícil explicar la causa de semejante fenómeno: pocos como él saben manipular los instintos peores del lector; sus tramas, relativamente simples, se basan en moldes clásicos y probados; no se arredra ante episodios de inhumana truculencia; cada uno de sus libros está repleto de sorpresas, en suma, es adictivo. Además hay otro elemento en el que quizá nadie lo aventaje: la extravagancia. Myron Bolitar y Windsor Horne -llamado Win-, protagonistas de sus libros, son multimillonarios que se mueven con la misma soltura en los círculos del privilegio y la riqueza o en medio de los bajos fondos, a veces hasta entre despiadados criminales que practican gravísimas atrocidades; el primero fue campeón de baloncesto, luego abogado, ha representado a estrellas de cine y en el presente se dedica a arduas investigaciones por su amistad con Win; el segundo está emparentado con la familia real inglesa, es un cínico y temible psicópata, profesa un feminismo básico, si bien es incapaz de tener una pareja y posee tantos talentos, todos violentos, que enumerarlos es una tarea imposible. Sus aliados y en ocasiones piezas clave de las pesquisas son, entre otros, dos figuras emblemáticas de la lucha libre entre damas; un transexual que fue miembro del Mossad israelí; un par de jóvenes desadaptados que oscilan entre los punks y los raperos; un chico discapacitado que es un genio computacional, y suma y sigue. A lo anterior debemos agregar que Coben o sus personajes dominan hasta tal punto la tecnología digital, que a veces no entendemos nada de lo que dicen, lo cual carece de importancia por la velocidad del relato.
Un largo silencio pone de inmediato en contacto a Myron y Win debido al rescate de Patrick, un niño que fue secuestrado a los seis años junto a su amigo y vecino Rhys y reaparece una década después gracias a la letal intervención de Win. Un dato clave de la historia es que los raptores nunca exigieron dinero para devolver a las víctimas. Durante todo este tiempo, sus acaudalados parientes, en especial Nancy y Brooke, las madres de los menores desaparecidos, han vivido un calvario de incertidumbre, expectativas y dolor indecibles, han tenido esperanzas de volverlos a ver o han intentado hacerse a la idea de que sus hijos están muertos. En lugar de aclarar las cosas, la aparición de Patrick las confunde más: era un infante cuando fue capturado y ahora es un adolescente, incapaz de recordar cualquier suceso relacionado con su cautiverio. La primera pista que reciben Myron y Win proviene de Londres: en una sórdida calle, próxima a la estación de King's Cross, hay chiquillos que se prostituyen para entregar sus ganancias a la pandilla de esclavitud sexual, proxenetismo, juegos cibernéticos y posible narcotráfico dirigida por Fat Ghandi. Además de dominar este lucrativo negocio en la capital inglesa, las redes de Fat se extienden a Ámsterdam, Roma, Berlín y otras ciudades europeas; asimismo, tendría nexos con la mafia rusa. En principio, Rhys seguiría en su poder.
Sin embargo, poco después de un enfrentamiento entre los héroes, algunos de sus estrafalarios asistentes y Fat, se diría que la intriga llega a un callejón sin salida. De modo que hay que volver a empezar a fojas cero y este rasgo, el incesante recomienzo de la acción, es una constante de Un largo silencio . Así, nos trasladamos a Nueva York, a sus suburbios más lujosos, a los colegios y universidades prestigiosos, a sectores de clase media y por supuesto a los antros más ruines de la megalópolis. Al llegar a este punto, la historia ha dado tantos giros que lo que en sus inicios parecía ser una indagación acerca de un delito específico, deviene una compleja trenza de vidas entrelazadas, de intereses contrapuestos y sobre todo, de engaños, mentiras y duplicidades encubiertas por la respetabilidad. Entonces llega un momento en que la madeja de falsas personalidades, perjurios, ocultaciones es de tal magnitud, que en Un largo silencio nadie sabe para quién trabaja y la anarquía parece ser la dueña de la situación.
Por cierto que lo antes dicho es uno de los muchos efectos a los que acude Coben. Como ninguna ficción, sea policial o de otra clase, puede sostenerse en puros sobresaltos, tenemos surtidas biografías, en especial acerca de la parentela de Myron y Win, pero también sobre caracteres secundarios, cada cual más estrambótico que el otro o bien agudas reflexiones en torno a las enormes diferencias que separan a las generaciones de ayer y las de la actualidad. De este modo, Un largo silencio , construida casi enteramente mediante diálogos, abunda en breves retratos de ancianos perplejos ante la cultura pop, adultos incapaces de entender lo que pasa, hombres y mujeres que dan sus primeros pasos en un ámbito en el que la educación tradicional se rinde ante los tatuajes, los adornos corporales, la ropa deshilachada, los teñidos de pelo y la infinita variedad de la música de ahora. En síntesis, estamos frente a un texto que a veces puede ser facilón pero a la larga resulta absorbente.