"Señorita, soy Milos Forman, director de cine. Tiene que ayudarnos".
La frase me la encontré al pasar, hace poco, en uno de los primeros relatos de Milan Kundera -"La dorada manzana del eterno deseo", recogido en "El libro de los amores ridículos" (1967)-, donde un impulsivo Don Juan ocupa un repentino viaje al campo con un amigo para ir ligando con cuanta chica se encuentra en la ruta, usando las excusas más increíbles. Incluyendo la de hacerse pasar por el gran director checoslovaco en los días más floridos de la efímera Primavera de Praga, hace poco más de medio siglo.
Kundera ha dicho que se trata de "uno de sus textos más queridos, escrito en la época más feliz de su vida", y cabría preguntarse si Forman, fallecido el 13 de abril pasado, pensaba lo mismo acerca de sus años checos, sobre todo considerando que poco después se cubriría de gloria no una, sino dos veces, tras ganar el Oscar a Mejor director por "Atrapado sin salida" (1975) y luego por "Amadeus" (1984), convirtiéndose en uno de los escasos refugiados políticos asimilados por completo al interior de la maquinaria hollywoodense, al punto que varios de los filmes que realizó en Estados Unidos giraron en torno a temas tan americanos como Vietnam y la cultura hippie ("Hair", 1979), la pornografía y los límites de la libertad de expresión ("The People vs. Larry Flynt", 1996), y las volátiles criaturas del mundo del espectáculo ("Man on the Moon", 1999). Vista en retrospectiva, la suya fue una carrera celebrada, reposada y exenta de polémicas, todo lo contrario a la del también expatriado Roman Polanski, que en esos mismos años fue sucesivamente artista prodigio, víctima de violencia, maestro del cine, abusador de menores y prófugo de la justicia. No hay nada semejante en el currículum de Forman, salvo quizás su compulsiva obsesión por regresar a Praga a principios de los ochenta, cuando todavía arreciaba la Guerra Fría, para filmar el duelo entre Mozart y Salieri, corriendo el riesgo de ser acusado de espionaje y encerrado en la misma cárcel que había alojado a tantos de sus conocidos. Kundera, quien había optado por asilarse en París a mediados de los 70 y que, con el dolor de su alma, había comenzado a reemplazar el checo por el francés a la hora de escribir, no había sido tan osado: su idea de Checoslovaquia era la de un país en estado terminal, en el que ni siquiera el lenguaje era posible, algo que Forman, un artista (y un sujeto) de sangre notoriamente más caliente e inquieta, simplemente no podía concebir. No, si se observa la diabólica pasión que le infundió al combate entre mediocridad oficialista y despreocupada genialidad en "Amadeus", y menos si uno se concentra en el trío de filmes que paso a paso lo transformaron en uno de los cineastas esenciales, no solo del Este de Europa, sino de toda la década del 60: "Pete el negro" (1964), "Los amores de una rubia" (1965) y "Al fuego, bomberos" (1967), eternamente jóvenes e iconoclastas; descarados, arbitrarios y desquiciados; rebosantes de romanticismo los dos primeros (ambos favoritos de Truffaut), salvaje y carnavalesco el último (parte del cine de Kusturica nace justamente ahí); infundidos de una impulsividad y un ansia que puede asociarse tanto con la alegría como con la desesperación.
Así las cosas, se entiende que un personaje de Milan haya querido hacerse pasar por el joven Milos. Más que imitar una actitud, estaba tratando de atrapar esa energía, esa intensidad.