¡Los niños no, señor Donald Trump! El clamor dentro de su propio país y a nivel mundial fue más fuerte que su torpe voluntarismo: usted acaba de echar pie atrás de esa brutal decisión de separar a los hijos de los padres inmigrantes que cruzan la frontera ilegalmente, llevándolos a centros de confinación aparte. Con esa medida usted había cruzado una frontera peligrosa. Pero, narcisista y adicto a las redes sociales como es, se dio cuenta de que una ola de indignación iba a poner en peligro su autoridad y poder, y prefirió borrar un decreto que había prometido no modificar. ¿O acaso Melanie Trump, para disuadirlo, le contó dos noches atrás el cuento “El gigante egoísta”, de Oscar Wilde? ¿Quién es usted? ¿Una de esas figuras psicóticas que cada tiempo emergen en la historia o simplemente un payaso, un animador de reality show inseguro de sí mismo, sin convicciones profundas, salvo un deseo compulsivo de figurar y suministrarse permanentemente la adrenalina del poder?
Por la manera cambiante como opera, afortunadamente —hasta ahora—, parece más lo segundo que lo primero. Y representa muy bien estos tiempos, tiempos de narcisismo e impulsividad. Pero fue osado al meterse con los niños. Casi da el paso en falso más arriesgado de su carrera política. El presidente adolescente, de personalidad ansiosa y compulsiva, estuvo a punto de convertirse en el Herodes del siglo XXI. Entre quienes salieron a enfrentarlo estuvo el canciller de mi país. Reconforta saber que, en momentos decisivos como este, Chile no es el vagón de cola sumiso a los delirios del país de los winners. Estados Unidos es un país que debemos admirar en muchos sentidos, pero que también tiene su “sombra”. Y es difícil distinguir, en este Halloween americano, quiénes son los asesinos disfrazados de payasos y quiénes los payasos simplemente.
El canciller de mi país es un escritor, un humanista, y el humanismo latinoamericano tiene mucho que enseñarle a la versión cowboy del pragmatismo americano. Este intento de separar a los hijos de sus padres —del que se acaba de arrepentir por conveniencia— desnudó en usted una pulsión totalitaria.
Su medida era maoísta. En la mal llamada “Revolución cultural”, en China, se separó de manera inmisericorde a miles de niños de sus padres, para llevarlos a campos de educación y adoctrinamiento. Fue una de las heridas más profundas que han quedado grabadas en el inconsciente y la memoria de las familias chinas. En las guerras y los conflictos, es el grito y llanto de los niños tal vez lo único que nos hace despertar del letargo moral que se apodera de nosotros, cuando nos hacemos cómplices pasivos de las aberraciones de líderes dementes que justifican sus horrores con el chantaje del miedo y la desconfianza ante el “otro”. Los niños son la voz todavía pura que podemos escuchar dentro de nosotros mismos, cuando cruzamos la delgada línea que separa la decencia de la indecencia, la bondad del mal. ¿No escucha adentro suyo a su niño interior llorar? Gabriela Mistral, la poeta que acunó a los niños latinoamericanos con su canto, tiene unos versos memorables que me gustaría regalarle, aunque usted deteste y desprecie —como me imagino lo hacen los pragmáticos de su estirpe— la poesía. “Es más travieso que el río/ es más suave que la loma:/ es mejor el hijo mío/ que este mundo al que se asoma”. Cada uno de esos niños inmigrantes que usted separó de sus padres es mejor que este mundo al que se asoman, un mundo de cinismo, individualismo, indiferencia. Tal vez ellos logren el milagro de cambiarlo, como lo hicieran ese niño en Belén y ese otro en el desierto, ese “principito” que le hizo preguntas incómodas a un aviador perdido. Si no ha leído “El gigante egoísta”, ¡hágalo, por amor de Dios!
De ahí puede recibir mejores consejos que los de sus asesores. No se olvide que, sin niños, no hay primavera en los jardines del mundo, solo tristeza, sinsentido y soledad.