El libro más nuevo entre los que nos ofrecen hoy las librerías chilenas tiene 83 años. Se trata de la primera versión íntegra en castellano de
En nuestro tiempo de Ernest Hemingway. La mayor parte de los cuentos que componen el volumen han aparecido en las más distintas antologías, pero nunca lo habían hecho en la forma original del libro de 1925.
En nuestro tiempo, como su nombre lo indica, es un libro de vanguardia. Porque lo que sorprende del libro no son los cuentos, las clásicas aventuras de Nicks Adams (el habitual álter ego de Hemingway), sino los breves trozos de narrativa sin título ni forma concreta que los introducen o los concluyen. Estampas de guerra, de corrida de toro, de caza. Momentos de un tiempo separado del relato que sugieren que los cuentos también son eso, trozos de actualidad sin tiempo, pedazos de acontecimientos, testigos presenciales que hablan de sus heridas y sus olvidos en vez de atestiguar de las revoluciones, guerras y traiciones de las que son parte.
El libro, de un modo adolescente (Hemingway tenía 26 años), pertenece de modo radicalmente diferente a la misma familia del
Ulises de Joyce y
Manhattan Transfer de John Dos Passos, la novela total de una época que reconoce que no se puede contar más que a pedazos. Mientras Joyce intenta contar todas las facetas de un día agotando las posibilidades del inglés, y Dos Passos, todas las posibilidades de la ciudad y el periodismo que la cuenta, Hemingway cree que solo cabe captar esquirlas de conflictos, momentos de momentos.
Los toros, la guerra, la caza, pero también el amor y la revolución y el suicidio, pertenecen para Hemingway a esos momentos en que la realidad se condensa mágicamente para que se pueda sin mentir, sin exagerar, sin glorificar ni olvidar, contarlo todo, o sea detalles, frases, gestos finales. Lo otro, las ideas por las que la gente mata y se mata, las promesas por las que se combate o se deja de combatir, no deben importarle al que escribe. En nuestro tiempo el escritor no tiene por qué dar explicaciones ni razones, sino solo acompañar a los que van y vuelven del frente, a los que los toros hieren y hieren a los toros, a los que de manera que saben absurda van a arriesgar la piel.
Es raro que en este mismo siglo un escritor tan distinto a Hemingway como Michel Leiris haya usado la tauromaquia como una metáfora del arte. Para Michel Leiris, autor de quizás la más esencial de las autobiografías (
Edad de hombre), si el escritor no arriesgaba la vida como lo hace el torero, entonces no valía demasiado la pena leer lo que escribe. Pensaba Leiris que el riesgo, el cuerno del toro, de confesar lo inconfesable en su caso, era lo único que obligaba al brillo. Las luces con que se viste el torero no es el otro lado de su miedo, sino que es su miedo mismo convertido en pedrerías e hilos de oro.
Por buenas o malas razones, el espectáculo de los toros es solo hoy sinónimo de su indudable crueldad. Quizás lo único que le da todavía sentido es explicar a Leiris y Hemingway, aunque me reviste la sospecha de que quizás esto sea poderosamente inútil hacerlo hoy.
En nuestro tiempo nacía de la idea de que el mundo era una gran corrida de toros, que Hemingway contaba desde todos los puntos de vista (el toro, el torero, el banderillero, el público). En
Lo abierto el filósofo italiano Giorgio Agamben retrata la llegada de un nuevo mundo en que el animal y el hombre se confunden en un nuevo ser angelical que ya no cree que existe ese algo llamado historia. Según Agamben, el primero en predecir ese nuevo mundo fue el filósofo y diplomático Alexandre Kojéve, el maestro de Francis Fukuyama. En sus míticas lecciones sobre Hegel habla de un mundo en que ya no habrá conflicto, es decir, donde no serán necesarios el arte, la erótica o el humor. Un mundo en el que los hombres y los animales nos habremos confundido a la perfección. Quizás la omnipresencia de los gatos en la literatura chilena actual -ese cazador callado, ese animal que nadie domestica nunca del todo, pero que tampoco mata como mata un león o un toro- es la señal de que "nuestros tiempos" es definitivamente otro tiempo del que ese Hemingway pretendía, en sus cuentos de 1925, retratar.
Hemingway contaba la guerra y la muerte y el amor en fragmentos; quizás el fragmento tenga ahora el sueño descabellado de que todo lo que no se cuente no suceda. Eso que torpemente los críticos llaman minimalismo es quizás una rebeldía contra la historia, cualquier historia que tarde o temprano deja demasiados rezagados detrás suyo. O quizás lo que no existe es un tiempo que sea "nuestro", quizás ya nadie pueda contar más que su tiempo, el que le queda por vivir antes que el olvido. Su trozo particular de tiempo fuera de la historia.