En pocos meses, el panorama para algunos países de la región se complicó. Para Brasil, bastante. Para Argentina, demasiado.
En Brasil, las perspectivas privadas de crecimiento para 2018 han retrocedido cerca de un punto desde marzo, y el real ha perdido 15% de su valor. En Argentina, la situación se ha tornado dramática, con una proyección de crecimiento para este año que ha pasado -por el momento- de 3% a algo más de 1% en el mismo lapso, y con un desplome del peso cercano al 40%. ¿Se imagina usted un salto de 600 a 840 pesos por dólar en solo tres meses?
Este abrupto deterioro en el escenario macroeconómico para Brasil -y especialmente Argentina- es sorpresivo y preocupante. Sorpresivo, porque hasta hace pocos meses se pensaba que ambos países habían logrado estabilizar sus economías y estaban en una clara senda de crecimiento. Y preocupante no solo por las muchas interrogantes sobre su futuro económico, sino también porque su devenir político está en duda.
Como siempre, cada caso es diferente. En Brasil, la huelga de camioneros que paralizó una parte del país por diez días -y que solo logró ser apaciguada con generosos subsidios- aparece como culpable directa. En Argentina, la responsabilidad parece ser del Banco Central, cuyo aumento en la tasa de interés a 40% para frenar la corrida contra el peso tendrá un impacto fuerte en la actividad. El programa con el FMI solo evitará un resultado peor.
Pero las apariencias engañan. El verdadero problema es que ambos países arrastran un deterioro fiscal por años, si no décadas. El auge de las materias primas fue un bálsamo que escondió los excesos, permitiendo a los gobiernos populistas mantenerse en el poder y mostrar cifras razonables. Acabado el
boom, y ante la necesidad de volver a la realidad, ninguno de los dos países ha sido capaz de frenar las generosas dádivas.
Mientras la liquidez abundó en el mundo, financiar el déficit fue fácil. Ahora que las condiciones financieras empiezan a normalizarse, aparecen las dificultades de financiamiento y el ataque a las monedas. Con ello, estas economías han pasado a modo de ajuste. Muchos países emergentes están en la mira, pero los más perjudicados son aquellos con déficits mayores y con su credibilidad cuestionada. Y la falta de convicción -o una estrategia demasiado gradual- alimenta este cuestionamiento.
Peor aún, la fragilidad económica viene acompañada de fragilidad política. Las elecciones presidenciales -en medio de economías ralentizadas y monedas débiles- podrían llevar de vuelta al poder a grupos populistas sin un compromiso con la estabilidad macroeconómica. Así, hoy es posible lo que hasta hace pocos meses era impensable. Como no se vislumbra un nuevo boom de materias primas, el nerviosismo de los mercados es justificable.
El panorama en el vecindario se ha vuelto turbulento. A tomar nota.