Provengo de un mundo machista, mágico y ancestral, donde los objetos más impensados poseían significados insólitos a la luz de la razón.
Esto sucedió en las proximidades del solsticio de invierno, que ahora es el próximo 21 de junio, porque esa es la fecha indicada para los viejos ritos del descubrimiento o la iniciación.
¿Por qué ocurrió todo esto que ahora relato?
Porque un mal día dije que el actor Troy Donahue tenía buena pinta y para más remate afirmé que era buenmozo, y eso provocó revuelo, desconfianza y reprobación.
Era un curso de colegio de hombres como los de entonces, todos machos y muchos, así que alguien preguntó con sorna y voz de pito que llamaba al escándalo: "¿Así que te gusta Troy Donahue?".
Después de las carcajadas, un coro gritón repitió: "¿Te gusta Troidonajiú?".
Por lo tanto me sometieron a dos pruebas increíbles, que hoy serían consideradas bárbaras y absurdas.
Los miembros del jurado, que era un grupo del curso, me indicaron la membrana, el perno y las válvulas de agua y gas, en un mundo donde el
flow switch o el
micro switch aún no existían.
El cálifont era un Splendid, y por los años transcurridos no creo
de luxe, pero sí de primera generación.
Me pasaron apenas un fósforo húmedo y una cajita.
Estaba en la cocina y debía hacer dos cosas.
La primera prueba consistía en encender el cálifont, cosa que hice no sin un respingo de nervio, porque la llamita centelleó y se ladeó, pero dio lumbre.
El cálifont no se apagó.
La segunda era más difícil, porque eran demasiados los objetos a considerar: aceite, sal y un quemador para bajar y subir la llama sin dificultad.
También una taza, una cuchara de palo y el arroz.
Pensé para mis adentros: ¿grano largo o corto? Lo pensé dos veces: ¿grano corto o largo? Me decidí por el grano medio, porque en ese tiempo era democratacristiano.
Y aceite para untarlo por el fondo de la olla lisa y dos tazas de agua por una de arroz, pero lo primero era conseguir el hervor y cuando eso ocurriera, verter con tiento, pero sin pausa, la taza de arroz.
Entonces bajar la llama, para que lentamente se cocieran los granos medios.
Que no se evaporara el agua, eso era una cosa.
Que no quedara ni crudo ni pasado, la otra.
La terrible era la tercera: que no se me quemara el arroz.
Mientras aguardaba la cocción, observaba de reojo la llama del cálifont, porque temía las corrientes de aire, el vaivén pasajero y el soplo de las persianas que en ese tiempo eran metálicas y de última moda.
El cucharón me miraba con ahínco. Desprecié un paño de cocina floreado. Una llave goteaba sin cesar. Pisé algo que crujió, no sé si alguien más lo sintió, así que lo aplasté con fuerza. La espátula brillaba con mi sudor.
El cálifont seguía encendido.
Y el arroz no se me quemó.
Había sorteado dos pruebas raras e inexplicables que provienen del machismo mágico de las épocas oscuras.
Me felicitaron y alguien me proporcionó un cigarrillo ya encendido.
Volví al redil y de nuevo fui uno más.
Un hombre de los de entonces.
¿Troy Donahue?
En realidad nunca me gustó.