"De niña, la sensación que me queda en el recuerdo es que nada me sorprende. Las cosas son así en mi casa y en mi vida, no existe punto de comparación, ni con hermanos, ni con vecinos, ni con amigos; tampoco con imágenes de realidades virtuales que me expongan a inseguridad, envidia, falta o ansiedad incontenible. No, no me pasa eso, no me pasa nada, me pasan otras cosas que tras los años transcurridos puedo analizar de muchas formas, pero no me permito ahondar porque en el fondo ya sé lo que va a salir y no sé si quiero revisar. Para el caso, las cosas fueron buenas y malas, y en ese punto siempre intento rescatar lo que de dulce se fue grabando en mi memoria; lo otro está ahí, no lo desconozco pero no lo traigo a pasear de junto, para qué".
La verdad es que lo que se desprende tras la lectura de Estampas de niña , de Camila Couve, es parecido y, a la vez, distinto a esta suerte de equilibrio retrospectivo que puede deducirse del fragmento transcrito. Porque al dar vuelta a la última página quedamos con impresiones contradictorias, que básicamente pueden resumirse en dos: su infancia no fue ni de ninguna manera pudo haber sido feliz. Pero tampoco fue desdichada, trágica, violenta, al menos en lo que se refiere a lo que cuenta en esta, su primera publicación. Tal vez un balance apropiado de ese período, el período más difícil en nuestras existencias, se halle en las palabras "rescatar lo que de dulce se fue grabando en mi memoria": hay mucha tristeza, hay dolor, incluso hay pasajes de desolación en esta obra, aunque a la larga prime lo que dijimos, es decir, una sucesión de momentos que a veces pudieron ser nublados, si bien muchos o la mayoría de ellos fueron asoleados, estimulantes, hasta resplandecientes. Es necesario añadir también que, debido a la prolija filigrana de este exiguo tomo, nos encontramos frente a una de esas raras creaciones en las que todo es perfectamente citable, ya que no hay en ella retazos sobrantes ni agregados barrosos.
Estampas de niña es, desde luego, un texto autobiográfico de la hija del gran narrador y artista plástico Adolfo Couve y eso cualquiera lo puede notar, no solo por el apellido, muy poco usual en Chile, sino porque su biografía, su comportamiento, los marcados rasgos atrabiliarios e irracionales de su personalidad, son conocidos o al menos lo son por quienes lo frecuentaron y siguieron su carrera. Sin embargo, Camila es cauta hasta un nivel que bordea el retraimiento, discreta, aplacada en todo lo que expone y el retrato que nos entrega de su padre, así como el de otras personas, es un retrato comedido, delicado, exquisitamente trazado: nunca da nombres, jamás entrega detalles concretos acerca de la gente con la que trató hace más de cuarenta años. En verdad, si no fuera porque
Estampas de niña conforma una crónica vívida, aguda, transparente, con observaciones siempre originales y logradas, podríamos decir que estamos ante una serie de anécdotas espectrales y fundamentalmente indefinidas. Nada de esto ocurre gracias al talento de la escritora.
Una conjetura inevitable al comentar este volumen es que tal vez, en parte, ella heredó de su progenitor un estilo notable, preciso y al mismo tiempo evanescente y, por qué no decirlo, pictórico en el vivaz e ingenioso modo mediante el cual describe a parientes, amigos, lugares, casas, paisajes. Esto, claro, puede ser una interpretación errónea y algo tirada de las mechas, puesto que la autora nos cuenta que durante poco tiempo compartió el mismo techo con Adolfo, con su madre y con familiares. De modo que este título, escrito en el presente, se refiere a situaciones y sensaciones revisitadas mucho después de que fueron experimentadas.
Estampas de niña se compone de 67 capítulos muy breves, a ratos formados por un par de frases y autocontenidos, o sea, uno puede abrir cualquier sección de este ejemplar y se encontrará con historias completas o bien con un cúmulo de emociones que equivalen a episodios que Camila Couve ha evocado acerca de la primera década de su vida. En cierto modo, esta ficción, basada tanto en la realidad como en lo que ella rememora de los pasos iniciales que dio a lo largo de una fase remota de su pasado, nos entrega una reconstitución de actitudes y conductas de antaño, de hábitos quizá añejos, aun cuando subsisten hoy por hoy, inclusive de ciertas formas del habla, algo sorprendente de constatar mientras seguimos una masa prosística sin diálogos. En una trama tan cuidadosamente elaborada, si bien tan esencial, tan al hueso de lo que fue esa sucesión de fugaces instantes, de imprecisos incidentes que son solo reminiscencias, resulta prodigiosa la cantidad de información que nos proporciona, por más que sea subyacente a la escritura: la ropa que se usaba en los años 60, los juguetes, hechos en casa o manufacturados, determinados programas de televisión en blanco y negro, la comida que se preparaba, el paso por el colegio, marcado por el fracaso y mucha otra información que cualquiera que haya transitado por aquella época puede advertir.
En
Estampas de niña nada sobra, nada falta, nada está de más. Se dirá que esto es requisito sine qua non de una narración tan corta, pero no siempre es así, pues precisamente en esta clase de relatos es fácil y tentador caer en divagaciones, especulaciones, superfluos soliloquios introspectivos. En última instancia, Camila Couve ha producido un libro bello y único.