En medio de un sueño intranquilo escuché la otra noche una voz insistente que entiendo se dirigía a mí: "Así no se puede competir", "no están las condiciones para competir". La inflexión conceptual era envolvente, de modo que en ese extraño trance de sueño y vigilia me encontré tratando de entender el alcance de lo que se me decía.
Finalmente, con un arranque de rabia, le pegué una patada a las sábanas y grité: "¡Competir en qué, nadie quiere competir, qué te has imaginado, estás inventando falsos problemas!".
Evidentemente, alarmé a quien estaba a mi lado, porque la extensión del sueño no parece ser el espacio indicado para discutir asuntos filosóficos o epistemológicos. Pero así fue, no tiene sentido camuflar la extravagancia. Probablemente, este tipo de cosas les suceden a muchas personas que no cuentan nada. Otros se caen de la cama mientras duermen y les da vergüenza confesarlo.
El hecho es que la entidad que se presentó en el núcleo de mi intimidad esa noche no tenía cara. A lo más podría haberse tratado de una boca autónoma, como esas proyecciones teatrales de Beckett: labios en agitación constante, emitiendo ruido verbal articulado que remeda la significación.
En realidad, aquella presencia era para mí la del enemigo: el creador de falsos problemas, una variedad de lo que Coco Legrand denominó alguna vez "hocicón del pensamiento". Me gustaría ser capaz de definir su temperamento, que no creo haber visto en las lúcidas páginas de Teofrasto o de La Bruyère.
Lo que he podido observar es que el creador de falsos problemas por lo general quiere tomar café con uno. Llama desde un teléfono no identificable y tras un par de trivialidades revela su intención: "¿Y cuándo nos tomamos un café?".
Por cierto, el café es el excipiente de un preparado mayor: su necesidad de densificar, ralentizar el flujo del tiempo con preguntas que son solo retórica y distinciones que no distinguen nada.
"Me pregunto -así comienza a tomar la palabra este enredoso-, qué significa ser escritor en el 2018, y si las ideas que adelantó Piglia para el escritor de oficio podrían considerarse vigentes el día de hoy". Y prosigue: "No es que se trate de reformular las cosas porque sí, aunque también se trata de reformular las cosas porque sí, porque esto también podría considerarse un desafío del escritor contemporáneo. Es más, yo diría: reformula todo porque sí".
El gran enredoso es principalmente un desleal con el tejido de nuestra convivencia: el lenguaje. No quiere decir nada en particular, sino alimentarse de nuestra escucha. Necesita parecer otra cosa distinta a lo que realmente es (un bicho pálido, un ciudadano sin pensamiento propio) y utiliza también las palabras como hace el pulpo con el chorro de tinta: como una cortina súbita tras la cual desaparecer sonriendo.