Hasta hace poco me daba vueltas lo que alguna vez me dijo un amigo: "No escribas más desde el miedo si tú no eres una mujer temerosa". Ni temerosa ni intrépida, aunque intento vivir la ciudad con libertad, tengo siempre en mi mente la lista de peligros que podrían amenazar mi rutina, de los más tangibles a los más teóricos. Hace poco estuve en una asamblea de puras mujeres y me di cuenta de que esa forma de pensar es un asunto profundamente femenino. Escuché uno tras otro los testimonios desgarradores que todas coleccionamos acerca de acosos, que van desde la irrupción molesta en el propio espacio hasta la aberrante violación. A veces son perpetrados por desconocidos, pero también por pares, amigos y familiares. Así, las mujeres nos hemos acostumbrado a modelar nuestras costumbres a partir de riesgos impuestos por nuestro entorno. Vivimos la ciudad de una forma distinta y no tenemos la misma libertad de horarios, ni de medios, ni de rutas que los hombres.
Pónganse en nuestro lugar: desde la ropa que decidimos usar por la mañana, las mujeres comenzamos el día visibilizando por dónde nos moveremos. Desviamos el recorrido para evitar a los trogloditas envalentonados en manada que deciden opinar de nuestra existencia. Aguzamos los sentidos en el metro para distinguir la lascivia entre el apretuje inevitable, porque nuestra dignidad está en juego si no reaccionamos a tiempo. Ojalá no sentarse atrás en la micro y no bajarse muy de última. Miramos a los ojos al taxista para tratar de distinguir a tiempo a un eventual psicópata y nos tragamos generalmente todos los comentarios desubicados, porque dar la pelea no siempre es estratégicamente posible. A una cierta hora, para Cenicienta las posibilidades de movimiento se reducen, y caminar por una calle oscura o solitaria siempre tiene un saborcillo indeseado a adrenalina.
A veces es solo un sobresalto, a veces un mal rato, otras, un trauma de por vida. Siempre está acompañado de la más injusta sensación de culpa: la atávica falta de haber osado salir del espacio doméstico. Porque, además de la autoimposición de restricciones, nos han querido convencer de que el problema está en manos nuestras -en nuestra actitud, en nuestra vestimenta, en nuestros hábitos- y no en la de los perpetradores.
Las mujeres no somos temerosas. Enfrentamos la ciudad con rutinaria valentía. Solo estamos agotadas de tener que estar siempre alertas.