Lo que van a leer a continuación tal vez les parezca de una liviandad atroz: hasta que vi "Desobediencia", la nueva película de Sebastián Lelio, nunca me había dado cuenta de los lunares en el rostro de Rachel McAdams, una de las protagonistas.

¿Frivolidad mía? No creo. No los había visto porque, película tras película, Hollywood los ha borrado o reducido con maquillaje o efectos digitales. Hace como que no existen. ¿Para no arruinar la ilusión de un rostro perfecto en pantalla? ¿Para crear una Rachel a la medida de las fantasías de los fans? A estas alturas no importa mucho: cualquiera podría argüir que el cine no está ahí para reflejar fielmente la realidad, sino que para construir -o reconstruir- espacios o seres a la medida de nuestros deseos. El punto es que en los 120 años de historia del medio, estos deseos han tendido a ser, persistentemente, masculinos.

Es inevitable pensarlo en esos términos, sobre todo ahora, sobre todo después de los escándalos de abusos y desigualdad en la industria fílmica y la forma en que estos fueron impactando rápidamente otras esferas de la vida pública, cruzando fronteras, tomando protagonismo en las redes sociales y finalmente devolviendo las reivindicaciones de género al lugar que habían reclamado para sí hace ya medio siglo: las tomas y las calles.

Dicho esto, no deja de ser una ironía que el cine figure como uno de los actores principales en esta suerte de "despertar", en un instante donde el medio audiovisual parece más absorbido que nunca por la tentación de darle la espalda a la realidad con un torrente de historias de superhumanos y secuelas de sagas galácticas. Hasta ahora, la bandera más recurrida por el activismo es una tan vieja como las películas mismas: acabar con el virtual monopolio de los hombres en la producción y realización cinematográfica. Loable y legítima aspiración; pero claro, es cosa de observar el cálculo con que se promocionó la reciente "Wonder Woman" (2017) -que, aunque dirigida por una mujer, no es ni por asomo una cinta feminista- para advertir hasta qué extremo una cruzada como esa puede convertirse en instrumento de marketing .

Puesta en ese contexto, "Desobediencia" -que, no olvidemos, fue dirigida por un hombre- está mucho más cerca de ser un artefacto de estos revueltos tiempos que esos travestis industriales: "Ronit" (Rachel Weisz), la fotógrafa que regresa al barrio judío ortodoxo del que escapó hace años, no necesita demostrarse ni empoderada ni liberada para resultar creíble en el duelo por su padre, el recién fallecido rabino de la comunidad, y también al instante de dar la cara ante sus amigos de infancia: Dovid -candidato seguro a convertirse en el nuevo rabino- y su mujer Esti (Rachel McAdams), con quien tuvo un primer romance adolescente y cuyas largamente apagadas cenizas vuelven a encenderse en la hora del reencuentro. Producida por Weisz, quien contactó a Lelio después de ver "Gloria" en 2014, la cinta aborda la represión religiosa, el orden familiar, la pulsión sexual y la persistencia de los lazos fraternales como vehículos para discutir a fondo algo que engloba todo lo anterior: las formas en que gestionamos nuestra propia libertad, las instancias en que transamos, renunciamos a ella, o intentamos reclamarla. Convertido en una suerte de testigo en medio de este drama privado que inesperadamente deviene en público, Lelio está menos interesado en los pormenores de la relación entre Ronit y Esti -usada como herramienta para "vender" el filme- que en lo visceral de las reacciones de todos los involucrados. Sean estas generosas o mezquinas, tolerantes o intolerantes, racionales o pasionales, todas se advierten únicas y descarnadamente humanas, tal como las imperfecciones del rostro de Rachel.

DISOBEDIENCE
Dirección de Sebastián Lelio.
Con Rachel Weisz y Rachel McAdams. Inglaterra, 2017, 114 minutos.