(Este texto, anticipo de un libro, es el testimonio de un chileno anónimo que fue universitario en el París de 1968).
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Cómo decíamos ayer: en mayo de 1968 cursé un doctorado en etnología en la Universidad de Nanterre, porque mi interés era estudiar la diversidad cultural. Egresé con notoria tardanza, por culpa de la revolución, y volví a Chile a fines de los años 70 y desde entonces estuve cesante, como es lógico. Ahora estoy jubilado, pero quiero regresar al París joven, alegre y convulsionado, que recorrí tantas veces con Danny el Rojo y un grupo de dirigentes.
Una noche íbamos en una renoleta, y yo manejaba, pero me indican que no por ahí, porque estaba prohibido. Doblé y lo intenté por otro callejón, pero de nuevo: prohibido. Les comenté: 'En París les gusta demasiado prohibir y prohibir. Está malo eso'. Se rieron y al rato quedaron pensativos, hasta que llegamos a la barricada, para gritar contra el imperialismo y la Tante Yvonne, la esposa del general De Gaulle.A cada rato me topaba con Jean-Paul Sartre vendiendo unas hojas maoístas y me inquietaba su mirada en cinemascope.
Alguna vez, pero por mi cuenta, fui al departamento de Roberto Matta en el Boulevard Saint-Germain, bajamos a la calle y anduvimos en círculos alrededor de la estatua de Diderot. Estaba nervioso y disconforme, quería innovar y que sus pinturas tuvieran volúmenes y rugosidad. Les había echado arena, pero no. 'Debería probar con arcilla', le dije al pasar en la última vuelta a la estatua. No sé si me hizo caso.
En cada muro se leía lo mismo: 'Cuando más hago la revolución, más ganas tengo de hacer el amor'. Y lo del amor libre estaba extendido, pero no entre las maoístas y mi círculo, lamentablemente, era demasiado maoísta. Un estudiante español me dijo que en Madrid las universidades apestaban a cipreses y formol. Sentí ese aroma pasoso y recordé de inmediato las universidades chilenas y el aroma de la Casa Central de la UC en sus pasillos y patio interior. Terminé medio enfermo.
Iba a clases con Alain Touraine y con frecuencia conversábamos, porque el sociólogo nunca había conocido a un chileno personalmente. Para que ampliara su mirada, le presenté a cuatro compatriotas que andaban por allá: Tomás Moulian, Manuela Gumucio, Luchito Alvarado y Manuel Antonio Garretón.
Lo desconcertante fue que Touraine, en el futuro y por motivos que desconozco, empezó a evitarme.También conocí a Julio Cortázar y me sorprendió lo grande de sus manos. Conversamos de fútbol y mujeres. En ese momento yo andaba enamorado de una tal Glenda, joven de Lyon que estudiaba ingeniería y, sin embargo, no quería ser gerente. Eran los signos de ese tiempo y claro que sí: era maoísta. Estudiábamos con ahínco una sentencia de Karl Marx: 'No se trata solo de comprender el mundo, sino de cambiarlo'.
La paradoja, debo reconocerlo, es que muchos años más tarde lo comprendí a medias y no sin esfuerzo, pero desde ese momento ya no quise cambiarlo tanto, y el matiz me perdió y confundió, porque a la larga no lo cambié absolutamente en nada".