No funciona como podría, pero al menos lo que se escucha sobre el escenario de la UC deja entrever las razones por las que la obra "Tribus", de Nina Raine, gozó de un reguero de versiones en las principales plazas teatrales del mundo apenas se estrenó en Londres en 2010. La segunda pieza de esta talentosa dramaturga inglesa es un texto extraordinariamente estimulante, que con inteligencia y sensibilidad provee ricas y profundas resonancias en torno al rol del lenguaje en la existencia humana.
A primera vista trata sobre el menor de los tres hijos de una familia disfuncional de intelectuales y artistas judío-chilenos, un muchacho sordo a quien se le enseñó a leer los labios para superar su discapacidad. Sus padres y hermanos -ilustrados y cultos, pero analfabetos emocionales- hablan y discuten sin parar lanzándose ácidos sarcasmos, y nunca se escuchan. Es la única forma que conocen de comunicarse entre sí. Dicen preocuparse del chico sordo, pero lo aislaron en su propia casa. Hasta que Willy se topa con una joven hija de sordos y en vías de perder el oído que le enseña el lenguaje de señas, otro modo de entender la realidad circundante y a sí mismo.
En su apertura despierta interés por su planteamiento y mordacidad de su diálogo, y personajes bien trazados por su acertado reparto. El tramo inicial llega incluso a impresionar mejor que la versión bonaerense que vimos en 2015, a cargo de Claudio Tolcachir. Aquí, la dirección de Manuela Oyarzún divide la escena en dos: a la derecha, el hogar; a la izquierda, un espacio más subjetivo e irreal.
Promediando los 100 minutos totales, la puesta empieza a desarmarse, perdiendo matices y el aire de furiosa urgencia de la ficción, lo que puede atribuirse a los referentes chilenos que no encajan (una familia así es improbable en el medio local) y a que a menudo se olvida la convención de que Willy debe ver los labios de su interlocutor para "escuchar" lo que dice. Hay una canción por la hija que suena fuera de lugar, mientras comienza a cansar que la mayor parte de la acción ocurra solo en un sector del escenario, dejando el otro vacío de signos.
El problema más grave del montaje es que reduce el sentido de la obra a la discapacidad auditiva y la exclusión que sufren las personas sordas. El mismo prólogo del programa de mano asegura que la pieza no es una metáfora de la incomunicación ni de nada, desoyendo lo que se escribió sobre ella en Londres o Nueva York (aparte de desestimar la idea de que el teatro -el buen teatro- siempre es metáfora de algo).
Raine toca la soledad del discapacitado, pero sobre todo se vale de ese tema para reflexionar acerca de cómo el lenguaje determina el cómo somos y expresamos nuestras emociones. Este nos impone valores y creencias, define nuestro lugar y posición en el mundo y nuestra forma de aprehender la realidad. Y nos invita a ser críticos con esa predeterminación: la escena final sugiere que demasiada verbalización puede generar también una suerte de discapacidad. Por fortuna, la entrega cierra con una intensa nota emotiva.
Teatro UC. Miércoles a sábado, a las 20:00 horas. Hasta el 9 de junio.