Dos periferias capitalinas, la norte y la sur, evidencian en sus contrastes los perniciosos efectos de un territorio desintegrado. Chicureo fue formado a partir de una serie de urbanizaciones que buscaron ser autónomas, socialmente diversas y responsables de sus impactos en el territorio: las Zoduc o Zonas de Desarrollo Urbano Condicionado. Sin embargo, hoy flotan como islas en medio de un mosaico infinito de parcelas de agrado: un tejido tumoroso que dice ser campo, pero que se ha transformado en la más hipócrita extensión urbana. El uso residencial de alta renta y los comercios asociados generan, por otra parte, un importante número de empleos. Miles de trabajadores se desplazan con dificultad a la periferia norte sin contar con un transporte público adecuado, y se dificulta argumentar su eficiencia en un modelo de ciudad difusa, tan orientado al automóvil que ni veredas ofrece.
En el otro extremo, Santiago sur. Forjado a punta de operaciones de vivienda social, fue uniformado por políticas en sus necesidades. Grandes paños padeciendo los mismos problemas de origen: hacinamiento, carencia de áreas verdes, vialidad deficiente, escasa inversión territorial, equipamiento precario y un largo e histórico etcétera. Estos territorios, generalmente homogéneos en uso, dependen de las áreas centrales para trabajar. Largos y tediosos desplazamientos se vuelven inevitables y alejan, también, toda oportunidad de desarrollo local. El plan de una nueva línea de Metro a La Pintana irradia esperanza a un sector con tantas necesidades como potenciales: la alternativa de reorganizar el transporte interurbano sur, nuevos proyectos residenciales que permitan integración socioeconómica y la renovación de la economía de comercio y servicios.
Pensar la ciudad desde el progreso del trasporte público no solo significa mover cifras de personas: ofrece, por ejemplo, la posibilidad de que una periferia asuma un rol más complejo que el de mero dormitorio y se integre a una red mayor de oportunidades.