En la afición al coleccionismo parece haber un desplazamiento del foco de interés: no es el objeto mismo el que seduce, sino la serie. En este entendido, particular protagonismo tienen los espacios aún no completados de la colección, lo pendiente, lo visualizado de lejos y todavía no adquirido.
Me da la impresión de que los coleccionistas son tipos que en algún momento han sentido natural temor ante el deficiente espectáculo del mundo y han encontrado un sustituto permanente puertas adentro. Saben, por mucho enamorarse o ver películas, que toda configuración feliz puede derivar en frustración. Esto los ha llevado a armarse su pasatiempo privado, que siempre le dará un sentido al regreso a la propia casa.
El sentido es el tesoro escondido en esta historia. Aunque afuera haya griterío, descontrol social o tormentas eléctricas, dentro de la casa persistirá la colección como una promesa, la pequeña lamparita sobre la discreta mesa, la lupa, el libro especializado, la concentrada intimidad de una tarde silenciosa.
La desconfianza primordial por el mundo exterior, el descreimiento, la necesidad de construirse un fuerte de portones claveteados, tales son las condiciones de base de cualquier colección que no sea del tipo infantil -o sea de monitos, estampillas o servilletas. Un coleccionista es casi invariablemente un decadentista, que quiere preservar su vida de la erosión, de la sordidez, de la vulgaridad, calamidades asociadas a la realidad de la mayoría que satura las calles.
El coleccionista más caracterizado que se conoce es Mario Praz, el ensayista italiano, que llegó a estructurar en la serialidad de una colección su libro autobiográfico, titulado
La casa de la vida al igual que el último libro de Dante Gabriel Rossetti.
Praz tuvo la fluidez espiritual necesaria para remontar su propio apego a los objetos -en su caso al tipo de pinturas conocidas como conversation pieces - y mantener en funcionamiento, desde su inexpugnable refugio romano, los vasos comunicantes con el mundo. Esto es nítido en sus ensayos, hechos de un extraño equilibro entre erudición y sensibilidad.
Pienso en Praz y veo a Burt Lancaster luchando con la realidad en "Grupo de familia", la película de Visconti (que en inglés se llamó Conversation pieces). Hay que agregar, a propósito de esa representación, que Praz entendía profundamente el chisporroteo de los vínculos entre un individuo y el mundo consensual, como dejan ver sus ensayos sobre Ruskin, Kokoshka o el Barón Corvo.
Nunca se tiene, ante un texto de Praz, la impresión de ser el interlocutor de un profesor, a pesar de lo mucho que se aprende en su lectura. Es posible que su caballerosidad lo haya impulsado a dosificar la exposición de sus conocimientos, o que le haya acomodado la tendencia ensayística a que un texto sea un remanente de la conversación.