El cineasta francés Laurent Cantet es un verdadero especialista en películas con grupos humanos amplios: sabe cómo dar a cada quien su identidad y su momento, sin disolver a los protagonistas. En 2008 aplicó ese talento al mundo escolar y logró una de las mejores cintas sobre la escolaridad con Entre los muros. Ahora, de nuevo con su guionista Robin Campillo (también director: 120 latidos por minuto), se interna entre jóvenes algo mayores, ya listos para salir al mundo del trabajo, pero con necesidades de adaptación social.
El instrumento es un taller de escritura liderado por la novelista Olivia Déjazet (Marina Foïs), que llega a hacerse cargo de siete jóvenes durante un verano en el puerto de La Ciotat. Este lugar tuvo a uno de los más grandes astilleros de Francia, hasta su cierre a comienzos de los 1990, decisión seguida por una rebelión local que se mantuvo por casi 10 años. (También tiene particular significación para el propio cine: allí filmaron los hermanos Lumière su famosísima Llegada de un tren).
La convulsa historia de La Ciotat se convierte en una de las bases con las cuales el grupo de estudiantes decide organizar una novela policial. La decadencia del pueblo, y su resentimiento por la pérdida de un pasado glorioso, ocupan por tanto un lugar eminente.
La película sigue a Antoine (Matthieu Lucci), un joven silencioso, huraño, que provoca y desafía a sus compañeros con ideas que sugieren una forma profunda de racismo y desprecio a los musulmanes. Aunque rechaza hablar de política, Antoine instala la noción de que todos ellos pertenecen a una generación marcada por los asesinatos yihadistas de la Bataclán. Nada de esto puede ser ajeno a la mayoría de estudiantes árabes, ni a la escritora Déjazet, alarmada por la abrupta emergencia de algo que se parece al odio.
Antoine sigue a políticos xenófobos y de ultraderecha, se reúne con un grupo de amigos bastante bestias y comparte juegos de video de cacería y destrucción. Todo indica que es carne para los partidos neofascistas. Pero entonces el cineasta Cantet se mete en una delgada fisura que podría separar o unir a Antoine con tales grupos: la idea de una violencia "por aburrimiento", por la estrechez de un mundo pueblerino y resentido, por el hablar sin necesidad, por tener que ver a la misma gente días tras día.
Se mete, para decirlo de otra manera, en el proceso de formación de una mentalidad fascista sin ideología, que se configura, no por la adhesión a un proyecto político, sino por el solo rechazo a un estado de cosas que se presenta como pura pérdida y suplantación.
Siempre que se trata de estas cosas, es obligatorio recordar al único cineasta francés que se atrevió a explorarlas a propósito de la Segunda Guerra Mundial: Louis Malle, con Lacombe Lucien (1974), estudio de la deriva de un joven campesino hacia el colaboracionismo con los nazis. En un sentido laberíntico, El atelier es un Lacombe Lucien del siglo XXI, un ruido o una advertencia procedente de los encantos perdidos de La Ciotat. Está entre lo más interesante y perturbador que ha producido el cine francés reciente.