Aunque escribió notables novelas -
Crónica de los Wapshot, Bullet Park-, John Cheever (1912-1982) seguramente será recordado por la vasta cantidad de cuentos que publicó en sucesivas revistas a partir de los años 30 y que culminaría en una fructífera colaboración que mantuvo durante las últimas décadas de su trayectoria con The New Yorker. Hoy por hoy, la crítica norteamericana no vacila en decir que las historias de Cheever sobresalen entre los logros supremos del género breve a lo largo de todo el siglo XX. El frecuente término "el Chéjov de los barrios residenciales", que suele aplicarse a la producción del autor oriundo de Massachusetts, con típica exageración y típica caricaturización sintetizadora, tiende a ocultar el hecho de que Cheever retrató y en verdad radiografió a un país que ha llegado a ser tan identificable en sus páginas, como también lo hicieran, antes que él o de modo contemporáneo, Hawthorne y Faulkner.
Los
Cuentos, editados por primera vez de forma completa en español, si bien no aparecen en orden cronológico, contienen joyas como "Expulsado", compuesta a los 18 años; "Reunión", que en pocas páginas expone la falsedad de una relación padre e hijo, o "El nadador", uno de los más famosos, gracias a que fue exitosamente llevado al cine en 1968. Los actores de estos 70 relatos, atrapados por el oropel de la abundancia y la prosperidad, confundidos en la vacuidad de la riqueza que reinaba en gran parte de la sociedad estadounidense de mediados del siglo pasado, se ven envueltos en dramas que, pese a su comicidad, plantean profundos cuestionamientos acerca del conformismo y las clases sociales, el placer y las buenas maneras y en última instancia, la conducta y el significado de cada existencia individual. Al mismo tiempo, la prosa de Cheever revela a un maestro cuyo estilo es, a la vez, preciso y sensual, en el cual la aguda y satírica mirada para el detalle familiar, se combina con una lírica sensibilidad con respecto a su visión del mundo. A grandes rasgos, podría decirse que buena parte de la obra de Cheever, presentada bajo una capa de sofisticada educación, con hombres y mujeres cultos e inteligentes, que se mueven en un ambiente de supuesto refinamiento, muestra muy luego la violencia, la ira, el odio, el resentimiento, la represión y, en ocasiones, la absoluta falta de humanidad de la gente que reside o veranea en los suburbios de las grandes ciudades, en concreto los lujosísimos sectores de la Nueva Inglaterra donde han sentado sus reales la hipocresía o los soterrados deseos de quienes viven por y para las apariencias. Así, no es raro que, a medida que Cheever se consagrara a fines de los 40, en especial por su kafkiana narración "La monstruosa radio", comenzara a poblar sus intrigas con temas como el adulterio, el alcoholismo, la drogadicción, la homosexualidad disfrazada y otros parecidos, muy audaces para aquella época, sobre todo porque la escritura de Cheever, siempre elegante, siempre clásica, estaba lejos de la vulgaridad de lo que una temporada después se llamó el realismo sucio. Sin embargo, sería injusto e inexacto creer que toda la carrera de Cheever está plagada de desastres, escepticismo y una posición negativa con respecto al período y el medio que conoció mejor. "Solo una vez más", "La cómoda", "La edad de oro", "Clementina", son piezas agridulces o de frentón gratas, bellas, nostálgicas, magistralmente planteadas, donde encontramos a jóvenes y adultos a quienes desearíamos conocer por su valía, su honradez, su gracia e incluso su apariencia física, dato este último en el que Cheever es en extremo elusivo: con todo, consigue el milagro de que, sin decirnos nada o diciendo lo mínimo sobre el aspecto de sus personajes, enseguida nos hagamos una idea de cómo son, cómo se ven, cómo lucen y, desde luego, cómo se visten. En "Adiós, hermano mío" hay un conmovedor tratamiento de los conflictos fraternales y las desilusiones de la posguerra adquieren un tono elegíaco en "Las amarguras de la ginebra", "El tren de las cinco cuarenta y ocho", "Granjero de verano" o "La geometría del amor".
Durante una prolongada etapa, se consideró que Cheever componía viñetas amables e inofensivas para magazines respetuosos y celebratorios de cuanto fuera americano. Ello tendió a ocultar el rasgo hondamente ético, el cristianismo sólido, cierto puritanismo y muy en especial, la ambigüedad sexual de Cheever, que salió a la luz poco después de su muerte y que motivó acciones judiciales de sus hijas que impidieron cualquier intento de biografía del prosista, veto que solo se levantó en 2009 cuando se autorizó a Blake Bailey a editar el único -y brillante- volumen que traza todo el periplo vital y literario del escritor. Ahí encontramos afirmaciones que antes habían aparecido en prólogos y que hoy cobran singular relevancia: "Mis impulsos constantes son el amor a la luz y una determinación para trazar una suerte de cadena moral en los seres humanos"; "El cuento debe ser algo tan fluido como tu vida. El único canon estético al que yo me rindo y respeto es el del interés. Si un cuento es interesante, entonces merece ser leído y, por supuesto, el ser escrito".
Estos
Cuentos, parafraseando a un estudioso neoyorquino, nos invitan a una lenta pero constante inmersión en una forma de conciencia en la que desaparece la ironía para acabar imponiéndose la convicción de que nuestras pérdidas no implican necesariamente que estemos perdidos.