Desde hace algunos años viene siendo un dato común, demostrado por las numerosas encuestas sobre la materia, que en Chile estamos frente a una crisis de confianza. De hecho, suele decirse que somos de los países más desconfiados del mundo y ello en términos personales e institucionales.
Los costos que ello tiene en lo personal se traducen en que construimos círculos de confianza que no se basan estrictamente en los méritos personales, sino en los atributos de pertenencia al clan. De ahí que es más importante el contacto que es producto del colegio al que fuimos, el barrio de donde venimos, la universidad que escogimos o la familia de la cual provenimos. Ese círculo deja fuera a los talentos que se pierden y que no logran insertarse solo porque no califican en todos o algunos de los elementos a los que aludimos, lo que hace estéril el esfuerzo que muchos jóvenes provenientes de colegios públicos desconocidos puedan desplegar. Se trata a fin de cuentas de un problema cultural más que económico. Dicho de otro modo, aunque estemos frente a un talento, la regla de la tribu excluirá la elección natural del más idóneo o competente. Quizá ello explica, en parte, la rabia que muchos tienen contra el "sistema".
En términos institucionales, nuevamente viendo las encuestas, las instituciones -y a ellas me refiero no solo con las que visten el ropaje del Estado, sino que también las que representan el poder económico- están atravesadas por una falta de credibilidad, donde campean los parlamentarios y AFPs en los últimos lugares, y donde ninguna logra capitalizar credibilidad y confianza. Peor aún, las que estaban en la parte alta de la confianza han caído groseramente en los últimos meses, como acontece con Carabineros de Chile, circunstancia que revela, además, la fragilidad de la confianza institucional.
Sin embargo, suele ser invisible para quienes ejercen la política y el poder que en los últimos años se ha robustecido lo que alguna dogmática llama "el tercer sector", esto es entidades, sin fines de lucro o con un fin de lucro atenuado -como las empresas que conforman el Sistema B-, que surgen o bien por el empuje ciudadano, por el empuje sustentable de empresas que reconocen sus externalidades e impactos, o por definiciones filantrópicas personales y se orientan, principalmente, a mejoras de los ámbitos de trabajo en los que ellas se interesan (pobreza, educación, menores, reinserción carcelaria, pensiones, sanidad pública, humanitarios, medioambientales, protección animal, cooperación internacional, culturales, artísticos, deportivos, migratorios, sexuales y un largo etcétera).
Estas organizaciones sin fines de lucro, de la más variada forma que asumen legalmente -desde ONGs pequeñas, pasando por ONGs que reúnen a muchas ONGs, hasta poderosos Centros de Pensamiento-, hoy son verdaderos aglutinantes de intereses que, siendo trabajados por ellas, son también de interés público, inciden en el público y terminan por instalar políticas públicas, y todo ello con el riesgo de la dispersión o atomización de las ideas.
Es que cualquiera que visite a esos núcleos dispersos se dará cuenta de que es en esos lugares donde se están discutiendo y tratando de resolver los problemas reales que preocupan a los ciudadanos (calidad de las pensiones, calidad de atención del Estado, calidad del cumplimiento de la Ley de Maltrato de los Animales, protección de la diversidad sexual, denuncia de abusos de menores, etc.).
El problema que puede presentarse con esta diáspora de ideas es que ellas pueden carecer de impacto, pueden perderse sin una convergencia que las haga visibles para quienes deben decidir formal y legalmente la implantación de muchas de ellas. Es la diferencia que desafía respecto de la univocidad parlamentaria. Era allí donde todo comenzaba, hoy es allí donde todo debe terminar, porque se abrieron espacios diferentes para la discusión primaria y la innovación.
Es lo que se trata de aprovechar hoy día por parte del Gobierno que ha convocado a mesas de trabajo donde hay muchos actores de este mundo, que llevan nuevas ideas y que dan aire fresco horizontal y práctico, no necesariamente tecnocrático, como ocurre en materia de menores, seguridad ciudadana y quizás en cuantas otras que se pueden constituir más adelante.
Se puede estar construyendo un nuevo modelo de racionalidad política a la que no se debe renunciar. Se trata de construir una racionalidad dialogante que producirá tensiones diferentes en una democracia que se ha construido sobre la base de paradigmas de capturas y de beneficios. De ahí que estos esfuerzos que suponen un diálogo extraparlamentario, en todo orden de sedes (desde el gobierno hasta la sociedad civil preocupada de los temas públicos), deben ser cuidadosamente alentados, pues pueden unir los diferentes conjuntos que se han ido formando en una sociedad que está priorizando la horizontalidad antes que el autoritarismo vertical.
Son nuevos desafíos que deben verse con anticipación en procura de aprovechar los esfuerzos de muchos, y no alentar decepciones de quienes quieren aportar. Si lo hacemos bien, podrá ser el inicio del restablecimiento de la confianza. Pero todos quienes participen deben también tener presente que el lugar final de la discusión será siempre en el Congreso.