Acompañado de seis colegas, el ministro de Desarrollo Social viajó la semana pasada a La Araucanía, donde se instaló por varios días. Él tiene la responsabilidad, por encargo del Presidente de la República, de encontrar una salida a la problemática de una región marcada por el retraso, la segregación y, en los últimos años, por la violencia. Menuda tarea.
El llamado conflicto mapuche, lo sabemos, se arrastra desde la Colonia. La República, en lugar de resolverlo, lo agravó, como lo ilustra magníficamente el relato de "Un Veterano de Tres Guerras". El retorno a la democracia, en 1990, representó un avance, con la promulgación de la Ley Indígena, la creación de la Conadi y el inicio del traspaso de tierras a las comunidades. Desde entonces se han aplicado múltiples planes de desarrollo y subsidios y se han creado innumerables mesas de diálogo y comisiones. La región, por lo demás, no ha sido totalmente ajena a la expansión económica, social y educacional de las últimas décadas, lo cual ha hecho que la sociedad mapuche se haya vuelto más compleja y sofisticada, con líderes más preparados y conectados. Nada de esto, sin embargo, ha contenido el desborde, que se expresa en un rezago que ya parece congénito y en una situación de conflicto cada vez más aguda.
Como lo consigna el informe aprobado por la Cámara de Diputados el 8 de septiembre de 2016, "los niveles de violencia verificados en los últimos años en La Araucanía resultan inéditos y dejan en evidencia la incapacidad estatal de proveer seguridad a la población (...) lo cual amenaza con una escalada de los actos de violencia y la aparición de fórmulas privadas de obtener justicia". Esta falla del Estado ha motivado que hayan surgido voces llamando a incrementar y perfeccionar la capacidad represiva. El nuevo Gobierno pareció avalar este enfoque cuando el Presidente Piñera eligió su viaje a Temuco para anunciar la reformulación de la Ley Antiterrorista. Hasta ahora, sin embargo, no parece que esta respuesta debilite a los grupos violentistas ni que aísle sus demandas. Como si ello fuera poco, ha instigado episodios tan bochornosos como la Operación Huracán, la cual ha erosionando gravemente, y no sabemos por cuánto tiempo, la legitimidad de la acción policial. No hay que ser experto para suponer que la relativa impunidad de la que gozan los grupos violentistas solo puede explicarse por las redes de ayuda (activas o pasivas) con las que cuentan local y nacionalmente, lo que no puede ser desbaratado mediante la represión.
Lo que tenemos hasta ahora es el fracaso de dos tipos de respuesta al conflicto de La Araucanía: aquel que apostaba al impacto de la democracia, el desarrollo económico y los subsidios estatales, y el que ponía sus fichas en la acción represiva. Esta lectura, seguramente, condujo al ministro de Defensa, Alberto Espina, que fuera senador por la zona, a señalar que "todos los gobiernos han resuelto postergar la solución al conflicto, bajo el argumento de que entrar a fondo es comprarse un problema", pues implica "temas que son altamente conflictivos, pero requieren abordarlos a fondo, sin tabúes, como son las demandas territoriales y la autodeterminación".
Si se trata de tener arrojo para atacar los temas de fondo y abrir el diálogo entre los actores en conflicto, nadie más indicado que el ministro Moreno. Es alguien que sabe conjugar la palabra negociación, como lo prueba su carrera en el mundo privado, marcada por su talento como componedor. Esto mismo lo catapultó a canciller, donde conoció de cerca la confección del acuerdo de paz en Colombia, y regresó a lo mismo cuando dejó esa posición.
Negociación: esta es la llave de la salida para La Araucanía. Esto Moreno lo sabe hacer, por eso lo aplaudo.