A cualquiera que indague un poco en la biografía de Augusto D'Halmar le llamará la atención el grado de fabulación con el que podía trastocar los hechos reales. Acorralado alguna vez por un fiscalizador de lo verídico, confesó haber adulterado en un suelto de prensa la catadura de una fiesta a la que asistió: no había huríes en realidad, ni jeques, ni nada glamoroso o deslumbrante, tan sólo gente común a la que se sumaron unos tristes reporteros de Las Noticias Gráficas.
En 1981, a raíz de una crónica que escribió sobre la generación del 50, Enrique Lafourcade protagonizó un encontronazo epistolar con Claudio Giaconi, que vivía aún en Estados Unidos. Giaconi lo acusó de faltar a la realidad y Lafourcade le contestó algo así como "quédate con tu famosa realidad". Estimaba, por cierto, el valor de la imprecisión en la construcción del mito, y lo que la generación del 50 tenía de mito había sido sembrado y abonado por él mismo.
Con distintos estilos y en distintos formatos, la fabulación -e incluso la mitomanía y el delirio- ha tenido un lugar importante en la cultura chilena. Pareciera que la proyección de la realidad se asume como defectuosa por naturaleza, insuficiente, y el impulso creador quisiera emparejar esa falta. Los resultados casi siempre tienen un aura humorística. Pensemos en los casos del Chico Molina, de Jodorowsky, de Raúl Ruiz o de Germán Marín, gran confundidor de los planos realidad y ficción.
Los que "fatigaron" Santiago entre los años 60 y los 90, tendrán nítido el recuerdo de Rodrigo Maturana, cineasta y poeta, entre otros oficios casi secretos ("observador de estrellas como única profesión reconocida": así fue presentado en su única entrevista). De un modo prodigioso, Maturana especulaba con los datos de primera mano al punto que, tras diez minutos de conversación con él, nos daba la sensación de habitar una ciudad saturada de conspiraciones y cruzada de sincronías: una ciudad que podía ser en un momento el París de la
nouvelle vague o el Pekín que habíamos visto alguna vez en "Tardes de cine".
Ya he contado en otra parte que Maturana, quien es bastante famoso por su rol del profesor en "Palomita blanca", de Ruiz, había fundado la Escuela de Estudios Peripatéticos de Santiago, que consideraba un circuito que partía de la Plaza del Mulato Gil, seguía por el Parque Forestal "y terminaba patéticamente en la Plaza Italia".
Con su pintoresquismo fantasioso, D'Halmar creía estar haciendo el bien a un país que lo exasperaba por predecible. Su exotismo ocultaba y evidenciaba una figura en el tapiz de índole psicológica. El mismo apellido que eligió para remplazar al de nacimiento parece evocar el lugar por el que su padre se alejó de su vida para siempre.