"Si ustedes miran y analizan la estructura de los jueces, se van a dar cuenta de que la mayoría de los jueces son de izquierda", señaló hace algunos días el ministro de Justicia, Hernán Larraín, hablando a puertas cerradas en el congreso programático de la UDI. Como era de esperar, sus palabras desataron una vasta polémica. El vocero de la Corte Suprema, Milton Juica, las calificó como una "amenaza" y "un profundo retroceso". El presidente de la Asociación de Magistrados, a su vez, las tildó como "desafortunadas e injustas". Pero si dejan de lado las respuestas institucionales de rigor y se observa la situación con más distancia, habría que consentir que quizás el ministro Larraín tiene razón.
Partamos por una constatación: los jueces disponen en la actualidad de un poder muy superior al que jamás tuvieron en el pasado. De hecho, ellos son los llamados a arbitrar materias cada vez más amplias y complejas, las cuales estaban hasta hace poco en manos de la gestión política o al arbitrio de las llamadas leyes económicas, y que van desde un permiso de construcción en Las Condes o Valparaíso hasta el alza de los planes de las isapres, pasando por las atribuciones del directorio de Codelco y los alcances de la prohibición del lucro en la educación superior. La ampliación de las facultades de los jueces está férreamente apoyada por el marco constitucional que se dio Chile después de la crisis de 1973. Para Jaime Guzmán, su principal ideólogo -y de paso, gran amigo del ministro Larraín-, esa crisis fue precipitada por un gobierno (el del Presidente Allende) que burló y estigmatizó las resoluciones judiciales. Por lo mismo, el nuevo orden se esmeró en evitar que la órbita judicial fuese desbordada "por la autoridad legislativa o administrativa", y, al mismo tiempo, en sacar el máximo de materias que estaban en el campo del Estado (y por ende de la acción colectiva y la política), para trasladarlas al campo de la economía (y por ende de la acción individual y el mercado).
Los tribunales ciertamente no ejercieron sus nuevas atribuciones bajo la dictadura militar, como lo ha reconocido la propia Corte Suprema en lo que respecta a la protección de los derechos humanos. Fueron tímidos, luego, en los primeros años de la transición; pero con el paso del tiempo, el Poder Judicial ha comenzado a ejercer con total autonomía aquello que el ministro Sergio Muñoz bautizara como "su razón de ser": "sumar a la sociedad igualdad, libertad y dignidad".
Los jueces de hoy, en efecto, no temen ejercer su propia forma de tener razón, siguiendo su lógica, sus definiciones y su ritmo, indiferentes a lo que opinen el Gobierno, los parlamentarios, los expertos económicos, los empresarios o los científicos. En su mayor parte no provienen de la oligarquía ilustrada, sino que son hijos de la masificación del sistema universitario, y desde jóvenes optaron por renunciar a una carrera en el mundo privado para abrazar y empujar la causa a la que alude el juez Muñoz. De ahí que las críticas hacia su trabajo provenientes desde los poderes político y económico las tomen como un halago, no como un baldón.
"La tradicional prudencia de nuestros tribunales hace impensable que jamás pudiesen pretender invadir la órbita propia del legislador o del Gobierno", decía Jaime Guzmán en 1980, justificando el enorme poder que el nuevo marco constitucional entregaba a los jueces. Seguro que esta sentencia hoy no sería suscrita por quienes fueran sus camaradas, que ahora miran con inquietud cómo los tribunales, a su juicio, se estarían excediendo de los límites del control judicial. Quizás en esto pensaba Larraín cuando calificó a los jueces de izquierdistas. Razón no le falta.