Me parece que antes se daba mucho más que hoy, entre los escritores, la apuesta a la posteridad, esa seguridad un poco arrogante en la propia obra y su persistencia en el tiempo. La idea la alentó Horacio, a quien efectivamente leemos pasados dos mil años, pero es probable que también lo haya hecho una legión de escritores cuyas identidades, escritos y circunstancias biográficas fueron sumergiéndose en el anonimato de los siglos. Averiguar misterios de esta índole sería una misión para paleontólogos literarios más específicos aun que E.R. Curtius.
Joaquín Edwards Bello, que era entre muchas cosas un antiintelectual, afirmaba que su deseo era ser entendido en su momento y no cincuenta años después. Es posible que, a causa de lo mismo -a causa de esa manifiesta despreocupación por un futuro fantasmal-, su escritura lo sobrevive y se renuevan hoy sus lectores cuando se cumplen, precisamente, cincuenta años de su muerte.
Lo gracioso del asunto de la posteridad es que es antes que nada un mecanismo de defensa ante el éxito ajeno, esa mundana, despreciada y misteriosa compensación tan difícil de obtener. Algunos transan con el diablo en pos de la vanidosa presea del éxito inmediato; otros se retiran y se enfurruñan y les da por considerar que lo que escriben supera la capacidad cognitiva de los lectores contemporáneos.
No ser leídos, no ser comentados, no ser invitados, no ser vistos, no ser recordados: cuánto miedo contienen estas frases. Da la impresión de que nuestra condición profunda es la de individuos ontológicamente frágiles, que necesitan -para creer en su propia existencia- del chequeo constante de la percepción ajena.
Como sea, los libros de los escritores olvidados -que transmigran por los estantes menos visitados de las librerías de viejos- muchas veces nos iluminan zonas de la realidad que también han sido carcomidas por el olvido. De repente surge, de esas páginas amarillentas, quebradizas por efecto de los ácidos, un dato valioso, una escena conmovedora, una descripción abismante.
Muchas veces los excesos de la interpretación académica nos resuenan en la cabeza en calidad de estruendo: piensen por dos segundos en los cientos de miles de papers generados en las universidades norteamericanas sobre celebridades absolutas como Pound y Eliot.
Quizás los escritores olvidados tengan a su alrededor una especie de aura de silencio deseable. Hay, por cierto, belleza en el hecho de que un señor de mediana edad se haya emocionado en una tarde del otoño de 1896 ante las hojas que el viento hizo volar frente a su ventana. Esas hojas, ese viento, esas voces milagrosamente subsisten en el poema que escribió y publicó, poema del que nadie se acuerda pero que, entre los saldos de la calle San Diego, se niega a desaparecer del todo.