En el debate sobre densidad urbana hay que establecer que una ciudad no puede impedir su crecimiento y tampoco debe expandirse demasiado, pues en ambos casos los perjudicados son los más pobres, expulsados a la periferia y en peores condiciones de vida. Es así que una buena ciudad enfrenta siempre los desafíos de la densificación con calidad y con la integración social efectiva. Sin embargo, ambos desafíos, propios del urbanismo moderno, son completamente ignorados en el Chile de hoy. Salvo excepciones, estamos densificando de pésima manera y consolidando la segregación social. Estamos degradando nuestras ciudades, en lugar de mejorarlas.
En mis periplos por Santiago -acompañando a estudiantes en busca de barrios para experimentar modelos sensatos de densificación, como alternativa a lo que hace el mundo inmobiliario escudado en carencias normativas- no dejo de horrorizarme con los edificios de departamentos que se concentran en algunos sectores. Son los que denominamos -por su desmesurado tamaño, por la excesiva concentración de minúsculos departamentos, por su pobreza constructiva y por la total desconexión del lugar donde se emplazan- "guetos verticales". Hay quienes se indignan con la calificación, acusando burla y discriminación; pero la verdad es que los habitantes de esos edificios ya fueron burlados y discriminados por quienes construyeron y permitieron construir esas deficientes viviendas. Desde luego, la mayoría de esos habitáculos han sido comprados no por sus residentes, sino por inversionistas en busca de renta (lo que explica en gran medida el modelo del negocio); el arriendo y su tamaño impiden que en ellos se arraiguen familias; las condiciones materiales y ambientales de viviendas y espacios comunes son tan miserables, que es imposible generar un sentido de comunidad en ellos.
Ya está a la vista el perjuicio causado, que era en todo caso absolutamente previsible. Basta que en un edificio de 500 departamentos se interrumpa el servicio de uno de los tres ascensores, para que la vida se convierta en una pesadilla. O que entre pisos y departamentos se escuchen todos los sonidos imaginables. O que las fachadas sean totalmente vidriadas, por baratas de construir, pero caras para calefaccionar o protegerse del sol. Por supuesto, cabe preguntarse por la calidad ética y moral de quienes diseñaron, financiaron y permitieron tales intervenciones en la ciudad, sabiendo distinguir, como sabe cualquier profesional, cualquier empresario educado y cualquier funcionario público, entre lo que es bueno y lo que es malo.
Es preocupante el futuro de esos edificios y sus vecindarios en el mediano plazo. Tal como han sido concebidos y construidos, son una receta para el desastre, por su obvia decrepitud temprana y por generar permanente conflicto comunitario. Deberíamos estar alertas y preparados para hacernos cargo.