Vengo a entregar bálsamo y comprensión, porque entiendo a los chilenos y su costumbre de dejar las cosas para última hora o el último día.
Acá no encontrarán al profesor severo que presagia una vida destartalada al alumno que no entrega a tiempo.
Tampoco al funcionario amargo que pide describir su desesperación con letra legible, clara y mayúscula.
Hay un último día inevitable que no depende de la voluntad, sino del destino o del llamado del cielo: hasta aquí llegaste.
Esa última hora es impostergable, pero todo el resto se puede y debe postergar
Cuando alguien decide no hacer algo, demorarlo y aguantarlo hasta el último día, en ese momento iluminado, ese chileno se libera y alivia. Tomó una decisión y descansa de corazón, porque hay algo melancólico y distinguido en no tener nada que hacer.
Es un nirvana de liberación laboral y académica.
Es el mundo que pudo ser perfecto.
Es lo que nunca se ve: una persona feliz.
Escuchar música, si quiere. Leer, si le apetece. O dormir, si busca reposo.
O pensar, pero jamás en el futuro, porque esos son acantilados y dudas. Pierda su tiempo en el pasado plácido y nostálgico, y vuelva al mundo encantado de la niñez.
Así que posterguen hasta el final la saga de compromisos, exámenes y obligaciones.
Porque cumple algo, digamos revisión técnica, para luego enfrentar los permisos de circulación. Una vez hecho, el siguiente: primera cuota de contribuciones. Y una vez resuelto, la segunda, tercera, y con la cuarta está el final de un año, y de nuevo el ciclo y el consejo del ogro: no deje las cosas para última hora, cumpla, tome el remo y siga en las galeras a ritmo de combate.
Hay otra cuestión a saber. Es lo que recién sucedió con el Servicio de Impuestos Internos y las declaraciones juradas, que vencían para tal día, pero las corrieron. Así con las instituciones o con el profesor que la tarde anterior anuncia que se enfermó y el examen se deslizó.
Se llama de tantas maneras: amnistía, perdonazo, prórroga o renegociación.
Hay que darles tiempo a esos sucesos que no son inusuales, y por eso la recomendación es dejar las cosas para el final de los finales.
O puede acontecer eso mayor que llama al borrón y cuenta nueva: apagón terrible, lluvias bíblicas, enjambre sísmico o pronunciamiento militar.
A propósito: el general Augusto Pinochet se embarcó a última hora en la junta militar y en el golpe de Estado. Y el Presidente Salvador Allende, por su parte, en el último día iba a llamar a un plebiscito.
El último día no fue el mismo para uno y otro, pero el concepto quedó grabado y la costumbre que venía de antiguo se mantuvo y acentuó: dejar las cosas para el último día. Así se escribe la historia.
Así que aplace lo que esté en su mano y ánimo.
Recomiendo dos libros:
Elogio de la lentitud, del escocés Carl Honore,
El elogio de la sombra, del japonés Junichiro Tanizaki.
El primero lo tengo hace años, pero aún no paso del índice; y el segundo, no logro leerlo a oscuras.
Alguna mañana voltearé otra página y alguna noche encenderé la luz.
Por ahora, en cambio, preferiría no hacerlo.
Lo estoy dejando para un día mejor: el último.