El orden mundial de nuestros días parece trastocarse. En realidad, regresamos al 1900 cuando la rivalidad entre Estados -sobre todo las grandes potencias que eran en general lo que llamamos desarrolladas- parecía marcar las jerarquías y la agenda. Al mismo tiempo, el mundo se ve más interrelacionado que nunca; la llamada globalización continuará su marcha que se originó con el albor de la historia (nada nuevo), y ello no quita que las naciones o países -soberanías políticas en definitiva- resulten ser otra constante que persiste en el orden internacional desde la Torre de Babel. Se le añade la crisis de la democracia, siempre consustancial al sistema, aunque no menos temible.
¿Y América Latina? Como tanto en nuestra historia, la respuesta es ambigua. En líneas generales, ha habido consolidación democrática si lo comparamos en el largo plazo desde el 1900. De todas maneras, considerando otros presupuestos -sobre todo que su historia ha estado más ligada a la evolución europea que la de otras regiones-, el avance ha sido demasiado lento y lleno de recovecos y sendas en dirección contraria.
Ante la Cumbre de las Américas, nombre algo rimbombante, aunque como hecho no es desdeñable, la situación podría ser auspiciosa. Sin embargo, solo hay desgano. Se suponía que era un nuevo foro interamericano de las democracias. Aunque se ha rechazado a Maduro, nadie abre la boca por la presencia de Cuba, que por alicaído que esté el régimen de los Castro es todavía más dictadura que la venezolana. No sería un problema insuperable si existiera una clara idea en países que podrían encabezar una estrategia, una concertación estratégica de líneas generales. Existe en cambio un notorio vacío de liderazgo.
El dueño de casa, Perú, acaba de pasar por una profunda crisis con la renuncia de Kuczynski, resuelta de manera impecable en lo constitucional, pero con sabor a frustración por las perspectivas poco alentadoras para cualquier gobierno. La visita siempre más importante, la norteamericana, se empapa de un populismo que es hermano-enemigo del chavista y, sobre todo, por lo que aparece se trata de una dirección sin dirección. La actual Casa Blanca como que cree en la fuerza de eslóganes -que traen rédito electoral, eso sí- carentes de contenido y de estrategia, contradiciendo más de 100 años de política exterior norteamericana, todo ello sin miramiento por las formas y por ello incapaz de conformar un horizonte. México en parte por su recurrente crisis interna y absorbida por el remolino vecinal, no ayuda mucho. Hubiera sido el momento para que un Brasil hubiera reunido en sí la proyección internacional que en su momento tuvo Lula, con la racionalidad y política de un Fernando Henrique Cardoso. Nada más lejos de la realidad. La crisis persistente de Brasil ha mellado su presencia internacional. El mismo Lula habrá tenido figuración mundial, pero abdicó ante el liderazgo más revolucionario -y por lo tanto colorido y de alcances tenebrosos- de Chávez.
Con todo, hay una compensación más pálida, si bien posible. Sería el momento en que Argentina y Chile (y los que se sumen) con gobiernos análogos, sin mostrar al exterior ningún tipo de evangelismo por proyectos internos -sencillamente ejerciendo buen gobierno-, pudieran proyectar un haz de orden y progreso, y un frente internacional que incluyera al grueso del continente mostrar una dirección que ponga énfasis en la evolución hacia democracias desarrolladas, colocando discurso y razón en la estrategia de la región. De seguro no lograrán revertir del todo la gran tendencia; en cambio, otorgarían un punto de fuga a la política contemporánea.