El movimiento #Metoo ha puesto a la luz penetrante de la farándula el viejo debate tan propio de las universidades norteamericanas sobre los límites del arte. Que el arte es un sistema de poder que no está lejos de los otros sistemas de poder, no lo duda nadie. Como tampoco puede dudarse que funciona muchas veces con otras reglas que los poderes de los mercados o los de los gobiernos. Para no ir más lejos, la mujer, ausente hasta hace poco de la pintura, la filosofía o la ingeniería, ha sido de Safo en adelante parte esencial de la historia de la literatura, de tal modo que se podría recorrer esta entera leyendo solo a mujeres. Lo mismo se podría decir de los prisioneros, los mendigos, los locos, las minorías étnicas, excluidos de cualquier instancia de poder, pero parte de cualquier canon razonable de la literatura.
Esa es quizás la esencia del malentendido. La sociología pierde el tiempo buscando en ella reflejos de sus equilibrios de clase. La historia no la escriben los ganadores ni los perdedores, sino los ayuda campos resentidos, los traidores y los traicionados. La voz de Emily Dickinson, la del tal anónimo que escribió el
Lazarillo de Tormes, o el pobre manco exconvicto que escribió el
Quijote no era lo que el poder, cualquier poder, esperaba que reflejara la época porque la literatura, lo quiera o no, necesita rebelarse contra el deber ser. Lo necesita no de manera abstracta sino concreta, palabra por palabra, porque el escritor es eso, alguien que renunció al deber ser para ser en palabras.
Puede parecer pedestre saber que Hemingway escribía parado, que García Márquez lo hiciera muy temprano en la mañana o que César Aira, el más prolífico de los escritores, solo escribe media hora al día después de caminar muchas horas pensando en otra cosa, o que Roberto Merino se instale en el Tavelli solo media hora antes del plazo de entrega. Todos esos métodos dispersos y distintos tienen como único objetivo alejar de las páginas el deber ser. La inspiración, que se supone no existe pero todos los escritores esperamos, es eso, el momento en que las voces de los críticos, los amigos, los enemigos, tú mismo hace diez años o en diez años, se callan y habla otra voz que se parece a la tuya, pero no es la tuya. Algo que viene de más al fondo de tus memorias y que tus dedos apurados no alcanzan a seguir el ritmo del dictado.
Para esos segundos que pueden llegar a lo más a ser una hora, uno escribe horas y horas. Para esos segundos camina uno, toma whisky, deja el cuaderno cerca de la cama para escribir medio dormido. Para ese segundo en que eres tú y solamente tú, el escritor se prepara como el actor al salir al escenario. El trabajo del escritor como el del actor consiste en llegar a ese minuto en que el texto o la obra se escriba sola, en que no haya que trabajar más. Lo otro es ego, esfuerzo, sudor y lágrimas inútiles en su mayoría.
Es quizás por eso inútil exigirle a un escritor que esté de acuerdo con lo que escribe. Los buenos, los verdaderos no escriben sus ideas sino algo que no es del todo suyo y no es del todo ideas. El verdadero escritor escribe contra sí mismo. Es lo que Baudelaire y Flaubert alegaron cuando el mismo año un tribunal francés les prohibió
Las flores del mal y
Madame Bovary por, entre otras cosas, maltratar a las mujeres en sus obras. Eso quería decir seguramente Flaubert cuando, supuestamente, dijo que "Madame Bovary" era él. Es evidente que el normando de bigote no era la muchacha suicida de la que escribía, pero el que escribía el libro no era del todo ninguno de los dos, sino alguien que uno podría llamar el subconsciente de la especie que habla su propio idioma diciendo lo que no debería decir.
El verdadero peligro de lo políticamente correcto no consiste en que prohíba o advierta sobre la lectura de este u otro libro, sino su capacidad de imponer a esa hora de espantosa libertad en que Aira camina y Bolaño veía series de televisión, el espectro helado del deber ser. Pensar si el afroamericano está bien situado, o si la niña o la mujer, puede ser una buena intención, pero la experiencia de siglos ha dejado en claro que lo único que logra a la postre es congelar al que intenta ese puente imposible entre él y él mismo. Entre ese "él mismo" y el subconsciente de la tribu. La libertad es así para el que escribe un deseo o una idea, un artículo de primera necesidad. Después se puede corregir, censurar, juzgar las intenciones de tal o cual libro. Nadie en su sano juicio puede pedir para el escritor la libertad completa y total, pero si queremos que haya mañana todavía poemas y cuentos y ensayos, hay que asegurar ese minuto experimental, ese segundo en que el deber ser abandone la partida para encontrarse frente a frente con el simple y húmedo, tembloroso ser que no sabe todavía con qué palabras llamarse a sí mismo.