Yoshie Watanabe es el protagonista de
Fractura, la última novela de Andrés Neuman. A primera vista se diría que tiene muchos temas, muchos personajes, muchos y muy laberínticos entrelazamientos de vidas, en fin, que hasta cierto punto es la culminación de una carrera que ostenta algunos títulos destacados, tales como
Bariloche o
El viajero del siglo. No hay tal.
Fractura puede ser, a ratos, un volumen bien logrado pero a la larga oscila entre varios géneros literarios: el ensayo sobre materias contingentes; las confesiones de ciertos personajes, sin que pueda distinguirse quién es el que está hablando; los vistazos panorámicos de ciudades, países e idiomas -si se trata de franceses, Neuman desliza frases para estudiantes de primaria; si se trata de angloparlantes, el narrador argentino larga términos en un inglés macarrónico, y si son japoneses, tenemos vocablos nipones para todos los gustos-. Por último,
Fractura, pese a su descomunal estructura, tal vez habría ganado bastante siendo más breve, sin necesidad de vernos obligados a tragar 500 páginas que terminan planteando cosas comunes y corrientes.
Watanabe es sobreviviente de la bomba atómica de Hiroshima, de la que milagrosamente se salvó, quedando con un par de quemaduras que lo acompañarán a lo largo de su existencia. Era un niño y estaba con su padre, quien quedó destrozado de pies a cabeza. La fatídica explosión del arma más mortal que han diseñado los hombres se describe con lujo de detalles. El chico provenía de Nagasaki, donde un avión norteamericano también hizo caer un artefacto de plutonio con mayor poder destructivo, causando la muerte de la madre y las hermanas de Watanabe. Sus tíos de Tokio se hacen cargo de él y, naturalmente, lo sobreprotegen. Poco o nada sabremos acerca de la infancia de Yoshie, ya que
Fractura comienza con el devastador sismo y el
tsunami en la central térmica de Fukushima en 2011, que produjo daños irreparables en la planta y sembró la radioactividad hasta zonas alejadas de esas instalaciones. La acción del relato comprende un prolongado período, que va desde 1945 hasta nuestros días. Yoshie quiere irse de su patria y para lograr su objetivo debe vencer la férrea oposición de sus tutores. Así, llega a París con la intención de estudiar literatura; sin embargo, sus guardianes le exigen que aprenda una profesión "útil", por lo que debe seguir economía. Durante una fiesta, conoce a Violet, de quien se hace amante y ambos albergan esperanzas matrimoniales. Estamos en la febril década de 1960, de manera que Violet y su familia participan en la eclosión social y política de esos años. Neuman le da la palabra a Violet en el capítulo tercero de
Fractura, para expresarse en primera persona: el retrato de Yoshie jovencísimo es interesante, cálido, benévolamente perplejo, si bien es bastante parecido al que el héroe tiene sobre su carácter. La relación tan intensa se va enfriando cuando Watanabe parte a Nueva York como encargado de una firma electrónica. Allí conoce a Lorrie, su pareja estadounidense; para variar, en medio de una jerigonza periodística plagada de neologismos, ella nos entrega, desde su yo, todas las impresiones posibles en torno a Yoshie. En lo sucesivo, otro tanto harán Mariela, enamorada argentina del versátil Watanabe, y Carmen, española muy franca que cae bajo el embrujo del aparentemente enigmático empresario asiático. La verdad es que todas estas intervenciones femeninas son muy parecidas, por más que se note el esfuerzo de Neuman por dar a cada una de ellas un sesgo propio y singular. De alguna manera, ellas constituyen un pretexto para vagar por urbes fascinantes, que el narrador o su actor principal, parecen conocer a fondo: París, Buenos Aires, Madrid y, por supuesto, la capital del imperio del Sol Naciente.
En el fondo, quien ocupa todo el espacio narrativo, quien actúa, medita, reflexiona, interpreta, descubre y redescubre su entorno es Watanabe, ya de edad muy avanzada, y todo esto lo lleva a cabo en el interior de su lujoso departamento en el barrio central de Shinjuku, donde finalmente se ha aposentado tras haber merodeado por la mitad del globo terráqueo. Sus divagaciones son escépticas, sin que falte un toque de romanticismo; sus pronósticos pasan de lo apocalíptico a lo vagamente optimista; sus posiciones adquieren un sesgo progresista, pese a definirse, él mismo, como conservador. Lee poco, apenas ve televisión, nada le importa el rumbo que tomen los dirigentes de las diversas naciones donde ha residido y aun cuando se siente lejos de admirar las dictaduras, a veces cree que son necesarias para traer la modernidad a los estados atrasados. Tiene un par de vicios: el trago, que se lo procura en un bar cercano donde tocan música de jazz, y una curiosa forma de pornografía, las llamadas webcams, de las que se hace adicto consuetudinario. Lo más importante es el panorama que nos proporciona de los pasados 50 a 80 años, esto es, desde Hiroshima y Nagasaki, hasta Chernóbil, Three Mile Island y otros fatídicos derrames tóxicos que han sembrado el terror en todas partes. Así,
Fractura se convierte en una especie de revisión de la historia contemporánea a partir del estroncio, el cesio, el uranio, el cobalto y otras sustancias letales. Ahora bien, como ninguna intriga puede sostenerse en base a consideraciones, digamos, químicas, Watanabe también muestra su lado humano, demasiado humano, y aquí reside el real mérito de
Fractura.