Se debe advertir que "Mamma mía!" -cuya versión local recién se estrenó- no es un clásico del musical, ni siquiera lo crearon talentos expertos en ese género. Con sus 19 años en cartelera continuada en Londres, donde debutó en 1999, y 15 en Broadway, califica en cambio como un logrado 'crowd pleaser', o sea un show comercial hecho para gustar al gran público; y sin duda, a la fecha, es el más rumboso triunfo del subgénero llamado "musical de jukebox" (o de wurlitzer), elaborado a partir de una selección de canciones previas de un cantante o grupo hit. Como jugoso negocio que es, el éxito masivo de este y de "Fiebre de un sábado por la noche", un año antes, motivó un auge en su oferta: unos 60 títulos desde el 2000.
Lo que significa que "Mamma mía!" gira en torno al lucimiento de los temas del cuarteto sueco ABBA, uno de los más vendedores en la historia de la música pop, famoso en los 70 y 80, aunque sigue sonando. Hay una historia y personajes muy simples, acerca de una chica que quiere que en su próxima boda la entregue su padre, al que desconoce; por tanto, invita a la fiesta a sus tres posibles progenitores. Así, las situaciones bien clichés, con ribetes románticos, juveniles y
post-hippie, todo ambientado en una isla griega, están ahí para enhebrar el desfile de 24 canciones y que cada una encaje en el relato. La clave aquí es la nostalgia. Si a usted nunca le gustó ABBA ni disfruta con la evocación retro, más le vale abstenerse.
La sencillez del material, claro como el agua, no plantea exigencia alguna al público, que solo pide que lo que aprecie sea lindo, ameno, grato de ver y escuchar. Tampoco presenta grandes dificultades de interpretación actoral o de canto y danza, a sus ejecutantes. No obstante, son estos, con sus capacidades y oficio, los que le deben dar estilo, carisma e interés.
La versión ofrece un espectáculo bien armado que fluye correcto, pero sin brillo, apoyándose en un equipo que se aprecia afiatado, y en un bonito y eficaz dispositivo escénico que agiliza los cambios de ambiente. Lo mejor fueron las tres o cuatro escenas grupales. Pero el aspecto teatral y cantado tuvo notorios altibajos, quizás porque los actores se confiaron en lo fácil de su cometido. También por los serios errores de casting , empezando por la endeble pareja joven. ¿Quién convencería a Josefina Montané de que estaba lista para cantar en público un rol protagónico? Ella es preciosa, pero desafina de modo difícil de obviar.
El villano de la velada fue la excesiva amplificación. Lo hemos hecho notar en este teatro antes, pero aquí se llegó a la estridencia aturdidora. Como si creyeran que volumen es igual a intensidad expresiva, y que si se escucha fuerte, impresiona más. Ese abuso hizo, como otras veces, que las actuaciones sonaran planas, gritadas, sin factor humano. Peor aún, la mala ecualización obligó a que las voces forzadas tendieran a desentonar, en tanto fue imposible entender buena parte de las letras (traducidas al español).
Por fortuna, tras el intermedio alguien piadoso bajó los decibeles de discoteca, de modo que la entrega de la segunda parte mejoró. Cuando pudo dejar de usar el máximo de su gran caudal de voz, Annie Murath dio en este tramo el único momento de emoción interpretativa de la noche. Álvaro Gómez -en el atractivo trío de posibles papás- fue quien mejor usó el micrófono, dando el rol, entre todos, de más creíble humanidad.
Teatro Municipal de Las Condes. Miércoles a sábado a las 20:00 horas. Domingos a las 18:00. Hasta el 13 de mayo .