Así lo ha comprendido la ciudad de Nueva York que, desde hace un tiempo, ha realizado el más completo catastro de cada una de las especies arbóreas que se encuentran en sus calles. Cada árbol ha sido identificado en su posición, especie y desarrollo, valorando monetariamente su aporte en captación de aguas lluvia, ahorro de energía y absorción de contaminantes. La suma permite concluir que los más de 680.000 especímenes aportan anualmente a la ciudad más de 100 millones de dólares. Al traducir los árboles a cifras económicas objetivas, su condición de capital urbano se vuelve indiscutible.
Pero se trata de un tesoro vivo y caprichoso, que no se adquiere de la noche a la mañana. El valor del proceso que hace a una especie alcanzar su tamaño adulto es una inversión a muy largo plazo. Los árboles los venden en tiendas; el tiempo, no. Así, cada vez que se tala un árbol, la ciudad derrocha años de silencioso crecimiento, haciendo imposible equiparar el valor perdido de una especie crecida al de una joven en su reemplazo. Del mismo modo, los árboles no se cuidan solos. Plantamos en nuestras calles unas varillas famélicas que reciben rara vez la caricia del riego y quedan desprovistos de toda protección: su supervivencia en esas condiciones es un verdadero misterio místico.
La noción que tenemos del valor del arbolado se manifiesta aún de forma más elocuente en nuestros criterios de poda, en manos de compañías eléctricas que cercenan a destajo, arruinando para siempre el equilibrio de la estructura del ramaje. Mención especial merecería la mutilación brutal a la altura del tronco, estilo predilecto de algunos municipios de provincia. Los cables, las pistas de autos, los estacionamientos, las fiestas urbanas, mucha hoja seca; cualquier argumento nos sirve para maltratar a un árbol. Quizás aún estamos a tiempo de comprender el verde urbano como un patrimonio público, un bien escaso compuesto de piezas únicas, en su mayoría, irreemplazables. Si ponemos precio a aquello, quizás lleguemos a la conclusión de que nuestra brutalidad no solo evidencia una nula inteligencia ecológica, sino que estamos talando verde dinero.