A poco más de un siglo del inicio de
Diez días que estremecieron el mundo, como se titula el reportaje sobre la Revolución de Octubre que el periodista estadounidense John Reed publicó en 1919, y a 26 años del derrumbe de la Unión Soviética y el término de la Guerra Fría, parece posible intentar una lectura de la historia más apegada a los hechos y menos dictada por las ideologías. Es lo que pretende, al menos, el historiador Sean McMeekin, apoyado por el abundante registro documental ruso que se abrió en los 90.
Hay datos sorprendentes. Por ejemplo, que hacia 1900 la autocracia rusa era una economía muy pujante, con un impulso que se puede comparar con el de la China contemporánea. El imperio no cesaba de crecer geográficamente y, al sumar aquella vasta extensión y convertirse en la quinta economía mundial, ganó un peso enorme en la escena internacional. Las razones de su debilidad pasaban, en parte, por la falta de intermediación entre el zar y sus súbditos, lo que determinaba violentos brotes de protesta y también la elaboración ideológica de alguien como Bakunin, inimaginable en el contexto obrero del resto de Europa.
McMeekin agrega otro factor que ha oscurecido la historiografía de la revolución: el hecho de que en 1917 Rusia estaba en guerra. Las lecturas ideológicas han tendido a minimizar una cuestión tan importante, que resultó decisiva a la hora de las luchas por el poder que comenzaron a librarse en 1917, con la dimisión de Nicolás II en marzo de aquel año y la instalación de un gobierno provisional, y que culminaron en octubre con la toma del poder de los bolcheviques. McMeekin demuestra con una impresionante base argumental que hubo mucho más de azar y de suerte en aquel resultado que un movimiento inevitable de la historia.
Sorprende también la durísima instalación en el poder, que enfrentó a la resistencia zarista, la presencia de tropas extranjeras y alzamientos campesinos, que, según Lenin, eran los más peligrosos, "pues estamos en un país en el que los proletarios constituyen una minoría". El libro no rehúye la polémica, especialmente en el epílogo, pero ahí radica en parte su riqueza: es una nueva lectura que proporciona otra base a la discusión.
Sean
McMeekin.
Taurus, Barcelona,
2017.
525 páginas.