Tratándose de dolor, cualquier comparación es difícil, pero esta puede ser la película más desgarradora que se haya filmado acerca de la explosión epidémica del sida en la segunda mitad de los años 80. Rara vez la lucha militante contra la enfermedad ha sido explorada con la visión poliédrica de
120 latidos por minuto. Su antecedente más directo es el documental
Cómo sobrevivir a una plaga (2012), de David France, que rastrea el nacimiento del grupo Act Up en Greenwich Village, organizado con el fin de presionar al gobierno y a la comunidad científica para que reconocieran la existencia de una epidemia cuyo abordaje médico era urgente.
120 latidos por minuto sigue al grupo Act Up creado en París con el mismo propósito y con una agresividad tal vez mayor. El grupo sesiona una vez por semana y discute acerca de las próximas acciones públicas para poner al sida en las noticias y en las preocupaciones del gobierno socialista de François Mitterrand y Laurent Fabius. El debate se parte siempre entre los que quieren calcular el efecto de sus intervenciones (una de las cuales, la primera que aparece en pantalla, es arrojar bolsas de sangre falsa a personajes notorios) y los que prefieren desbordar toda limitación para causar verdadera conmoción.
La película se toma la primera hora en mostrar la dinámica del grupo. Esta parte tiene cierta semejanza con las interacciones en la sala de clases de
Entre los muros (2008), de Laurent Cantet, en la que el director Robin Campillo fue coguionista. La segunda parte está dedicada al romance entre un recién llegado seronegativo, Nathan (Arnaud Valoin) y uno de los líderes históricos del movimiento, Sean (Nahuel Pérez Biscayart), que pasa del HIV positivo hacia la etapa avanzada del sida, sarcoma de Kaposi incluido.
El puente entre ambas partes es la lucha imposible de estos jóvenes para exigirle a la ciencia que se apure, que sus vidas dependen de nuevos medicamentos, que se están muriendo y que su urgencia es mayor que toda circunspección. Mientras libran esa guerra, bailan, celebran y se aman sexualmente con toda la energía de los veinteañeros, excepto que se trata de los que ven a la muerte demasiado apurada.
Campillo sintetiza esta tragedia con una gran secuencia, la primera en que los militantes de Act Up aparecen en una disco: mientras el baile se agita y sensualiza, la cámara sigue a una pequeña nube de partículas (¿sudor, tos, respiración?) y se acerca a ellas hasta que aparecen unas células en lentos desplazamientos. El vínculo entre la fiesta bulliciosa y la infección silenciosa es expresado visualmente sin necesidad de metáforas.
Este es uno de los lazos centrales. El otro es el que ata el activismo clínico-político con el hecho concreto de que se están muriendo. No son muertes integradas en el ciclo vital: son muertes prematuras, angustiadas, frenéticas por la conciencia de que está cerca de hallarse el tratamiento que las detenga. ¿Se puede imaginar una desesperación mayor?