Hace muchos años, cuando recorría yo la ciudad de punta a cabo en bibicleta, libre y feliz, mucho antes del tráfico, del cablerío aéreo y de que las bicicletas tuvieran la popularidad de hoy, me encontré una noche de verano lejos de casa, remontando una de las antiguas avenidas adoquinadas de Ñuñoa, flanquedas de enormes y frondosos árboles, por entonces todavía luciendo las magníficas casonas originales del barrio. Era una noche de luna y silencio: no había un alma a la vista. De pronto, en mi trayecto, advertí que hacia un lado se abría una estrecha calle en diagonal y que al fondo de esa perspectiva se podía entrever un delicioso barrio de casas uniformes en torno a una plazoleta. Santiago tiene, en la historia de su urbanización, numerosos enclaves sorprendentes como este, que corresponden a la conversión de predios -conventos, quintas, chacras- en conjuntos residenciales de gran calidad tanto arquitectónica como urbana, con trazados "modernos" que le dan carácter e intimidad. Ahí están los barrios Concha y Toro, París y Londres, Virginia Opazo, Elías de la Cruz...
Me desvié para conocer este rincón. Era encantador: un laberinto de buenas casas de dos pisos en ladrillo a la vista, pareadas, que convergía en la plazoleta de añosos árboles. Parado en medio de ella, en el silencio de la noche, me llegó el sonido de un piano: reconocí al instante una partita de Bach, muy bien tocada, además. ¿Qué maravilla era esta? En una de las casas de la plazoleta había un portón abierto, revelando un pequeño local iluminado, repleto de antiguos pianos de todo tipo, casi amontonados. La música provenía de ahí. Dejé la bicicleta y entré; el pianista tocaba en medio de la sala, su espalda hacia la puerta. No había nadie más. Avancé por el local merodeando en absoluto sigilo, tratando de no ser advertido, con todo el respeto debido a un excelente intérprete concentrado en su arte, que era además un regalo para mí. Avancé lo suficiente como para llegar hasta un costado, observarle las ágiles manos y espiarle el rostro. Entonces quedé congelado. ¡El hombre era ciego! ¡El hombre era ciego y yo estaba a su lado sin que se hubiese dado cuenta! Ya no se trataba de no interrumpirlo accidentalmente, sino de no espantarlo y ofender su dignidad... Decidí girar y volver sobre mis pasos, salir de ahí; pero con un pequeño paso mío hubo un único diminuto crujir del piso. El barroco riguroso que fluía como un manantial desde el teclado titubeó una fracción de segundo, y sentí mi corazón en la garganta. Pero Bach siguió adelante, preciso y decidido. Si el pianista se dio cuenta de que tenía compañía imprevista, pero decidió que la música nos salvaría a todos, nunca lo sabré. Salí del local, monté la bicicleta y me alejé, raudo en la noche de verano, con una estela de sentimientos en el aire, y con un recuerdo que me dura hasta hoy, que se los cuento.