La comunidad yagana de Villa Ukika, en Puerto Williams, está en estado de alerta. Un muro, levantado como obra de contención dentro del proyecto de pavimentación del borde costero, no los deja ver el mar. El mar, para este pueblo originario que recorrió en canoas toda esa zona extrema de canales, era su tierra y también su cielo. Es como si a alguien se le ocurriera levantar un muro gigantesco para tapar la cordillera que desde niños los santiaguinos tenemos dentro de nosotros, al punto que si vivimos mucho tiempo fuera, la añoramos con nostalgia, a veces incluso con desesperación.
Separar al ser humano de su entorno natural es un acto de violencia que impacta lo más hondo de su ser más íntimo: porque nuestro paisaje exterior es también nuestra geografía interior. Nuestros poetas que han cantado nuestros bosques, ríos, mares y cordilleras así lo han entendido y también los pueblos originarios que, a pesar de sus condiciones, muchas veces de precariedad para sobrevivir, habitaron poéticamente esta tierra.
Habitar poéticamente no es escribir versos. Es vivir en comunión con el entorno, puesto que no existen fronteras ni muros que separen lo exterior de nuestro mundo interior. Pero hay una mentalidad occidental bárbara que ha concentrado todas sus energías intelectuales durante siglos en levantar muros mentales y físicos entre el afuera y el adentro. Separatividad que intenta bloquear, congelar la energía que fluye cada minuto entre los árboles, el viento, las aguas, las piedras y las olas y nosotros.
La lógica de los muros se opone a la poética de la danza de la realidad. Eso lo sabe Cristina Calderón, de 89 años, la última yagana que conserva el idioma ancestral que heredó de sus antepasados. Ella ha sido declarada "tesoro humano vivo". Me gusta ese concepto. El patrimonio cultural y espiritual de un país no son solo sus monumentos, templos y arquitectura: lo son también sus habitantes y sobre todo nuestros ancianos, "los sabios de las tribus", a los que también hemos rodeado con los muros de la indiferencia y el abandono.
El idioma yagán es un idioma hermoso, con una riqueza semántica única. Lucas Bridge, hijo del misionero anglicano Thomas Bridge, que vivió un tiempo entre los yaganes, dijo sobre esa lengua: "Nosotros que la hemos hablado desde niños sabemos que esta lengua es infinitamente más rica y expresiva que el inglés y el español". Seguramente que en yagán debe haber muchas palabras para nombrar el mar. Ahora Cristina Calderón deberá crear una nueva para decir este muro que no deja ver el mar.
Para los yaganes, " Watauiwineiwa " es la creación de todo lo existente, una suerte de totalidad-Dios que no era necesario adorar en un templo porque está en todas partes. A veces esa totalidad esplende y es vislumbrada en el arcoíris que se ve en el cielo después de un día de lluvia. Imagino esta escena: un arcoíris formándose sobre el muro que no deja ver el mar. Imagino a Cristina Calderón y los suyos mirando en profundo silencio el arcoíris sobre el muro. Más que gritos de rebeldía o llantos, este pueblo ha sufrido en silencio tanto dolor, tanta humillación, tanto absurdo importado por los "misioneros" de una civilización occidental devastada por la Razón, una civilización que reemplazó el arcoíris por los muros. En nombre de esa Razón, el hombre ha hecho grandes e innegables adelantos, pero también ha cometido atrocidades sin fin.
Ahí está la figura caricaturesca de Donald Trump, el Presidente del país más "desarrollado" del mundo, que ayer no más aparece en los diarios cotejando distintos tipos de muros para elegir el que va a levantar en la frontera con México. Una cata o " casting " de muros: ¡en eso ocupa su tiempo el líder de la más grande potencia mundial! ¿Qué diría Cristina Calderón sobre eso? Ella, en cambio, dedica su tiempo a comunicarse con el arcoíris. Para derribar muros, para volver a ver y sentir adentro del alma el sonido sagrado del mar.