Los pololos de mi mamá, primera novela de Cristóbal Riego (Santiago, 1993), llama la atención por el dominio del lenguaje que exhibe el autor, de solo 25 años, para construir y comunicar el mundo interior de un niño que avanza de la niñez a la pubertad contemplando desde esa transición el mundo de los afectos humanos que lo rodean. Pero no es solo por esa razón que la novela despierta nuestro interés. A través de la voz del niño, de quien nunca conocemos su nombre, como si fuera un arquetipo de la niñez actual, se configura una conciencia infantil que, personalmente, no recuerdo haber encontrado en novelas anteriores, a menos que exista en alguna de las que no conozco.
El discurso del innominado niño narrador está dividido en dos partes separadas cronológicamente por dos años, pero en ninguna de ellas se desarrolla un argumento propiamente tal, es decir, una historia con principio, medio y fin (si bien los pololeos de la mamá terminan). Lo que este niño relata es la permanente vigilancia que ejerce sobre su madre, una mujer separada, quien después de remontar los 40 años busca con acuciante necesidad encontrar una relación afectiva que sea, si no perfecta, por lo menos, llevadera. Su discurso, por lo tanto, se divide en cinco secciones introducidas sucesivamente por el nombre del pololo de turno; del padre (quien, a pesar de la separación no se ha apartado de la vida de sus hijos) y de un personaje imaginario que canaliza los conflictivos y crueles sentimientos que la situación de su madre despierta en la voz narrativa. Pero hay un cuarto pretendiente, el Negro, cuyo nombre no encabeza ningún capítulo, a pesar de tener un papel destacado y ambiguo en la historia. La caracterización y el comportamiento del personaje hacen sospechar que el autor ha querido poner su novela al día representando todas las formas de relaciones sentimentales que nos rodean y también los temores que algunas despiertan. Pero ofrecer una respuesta a esta conjetura no corresponde al comentarista, sino a cada lector de la novela de Cristóbal Riego.
Lo que me interesa destacar aquí es la destreza narrativa con que se configura la inusual voz de un niño que habla desde una considerable distancia afectiva. Al hacerlo enfría su mirada, altera sus sentimientos, reduce a los seres humanos a caricaturas (así define a los pololos) y, aunque coloca a la madre como el eje del relato, la despoja de su figura tradicional de protectora y soporte del núcleo familiar. En su lugar destaca sus precariedades, su soledad, sus desorientaciones y resalta casi exclusivamente su condición de objeto sexual. Es una madre todavía joven, un poco tonta, ridícula a veces y "no completamente humana" con quien sus pretendientes persiguen solo acostarse.
Los pololos de mi mamá se incorpora al conjunto de novelas publicadas durante los últimos años que podríamos denominar "novela de los nuevos hijos". Pero el autor le otorga una fisonomía literaria que destaca su habilidad para imaginar situaciones y personajes que ponen en solfa tradiciones y cánones. De no menor importancia es su lenguaje narrativo: nos convence de la sinceridad con que es imaginariamente enunciado. El núcleo familiar ha sido un tema importante en la novela chilena del último siglo. En la literatura de la generación del 38 adquirió considerable solidez como amparo del individuo frente al acoso de intereses económicos y sociales hostiles; su fuerza empezó a debilitarse con la novela urbana de la generación del medio siglo y se resquebrajó en la novela posterior al golpe militar de 1973. Pese a todo, su imagen literaria nunca perdió los valores que le otorgaban cohesión interior. Pero en la era de la duda, el texto de Los pololos de mi mamá expresa muy bien, eso sí que literariamente hablando, la agonía de su imagen tradicional de confianza y resguardo en la adversidad.