El título
La frantumaglia alude a una palabra del dialecto napolitano que quiere decir muchas cosas y por lo tanto es indefinible e intraducible. Para efectos del libro de Elena Ferrante posee dos significados. El primero se refiere al oficio de su madre, una costurera que empleaba el vocablo para designar tijeras, hilos, trozos de género, o sea, todo el desorden previo a la confección de un vestido. El segundo es mucho más significativo, porque explica la técnica narrativa y en gran medida la concepción de la literatura que nos va proporcionando Ferrante en el curso de esta fascinante composición: a partir del caos, de la confusión, de la variedad de estímulos que la asedian, a partir de esa frantumaglia de temas, recuerdos, sueños, gentes que acuden a su conciencia cada vez que enfrenta una página en blanco, termina por germinar la historia que ella saca adelante. Esto es, ni qué decir tiene, la tosca simplificación de un proceso complejísimo, intuitivo y a la vez sofisticado, que solo en parte pone al descubierto un intelecto y una vocación prodigiosos, una mente lúcida y fervorosa, la mente de Elena Ferrante. En ese sentido,
La frantumaglia es el testimonio deslumbrante de una de las escritoras más talentosas en lo que va corrido del presente siglo y tanto es así, que algunos han calificado a este volumen como el autorretrato de un genio.
El único problema de
La frantumaglia es que el texto supone la lectura previa de las novelas de Ferrante:
Crónicas del desamor, una trilogía que se publicó por primera vez en la década pasada, y
Dos amigas, monumental tetralogía -1.600 carillas- de fechas más recientes. Los personajes, las situaciones, las espasmódicas tramas de esas creaciones surgen reiteradamente a lo largo de este tomo de cartas, artículos, entrevistas y otras piezas ensayísticas que Ferrante ha ofrecido entre 1991 y 2015. Aun así, esta viene a ser una de las grandes lecciones sobre el dificilísimo arte de componer ficciones que se han editado ahora último. Y se aplica, muy en especial, a tantos, tantísimos escritores que en la actualidad y en todo el mundo sacan uno o varios ejemplares por año, aparentemente sin mayor esfuerzo, aparentemente con la sola finalidad de ver sus nombres en los escaparates de las tiendas.
Si Flaubert demoraba días, semanas, meses, hasta años en quedar satisfecho con lo que hacía, Ferrante necesita décadas para experimentar lo mismo. Claro que no hay ningún punto de comparación entre uno y otra, con la salvedad de que el autor francés es mencionado varias veces en
La frantumaglia. Y lo es no por la perfección de su estilo ni por su monomanía con le
mot juste, sino por el tratamiento que da al entonces llamado sexo débil, en concreto a Madame Bovary. En verdad, Ferrante parece haberse apropiado de todo el patrimonio poético y novelístico occidental. Formada en Filología y Lenguas Clásicas, su conocimiento del legado grecorromano es pasmoso, pero también lo es su vastísimo dominio de las tradiciones modernas, desde el siglo XVIII en adelante, con una particular fijación en lo que se ha generado y se sigue generando en Italia. Lo asombroso es que esto queda al descubierto en conversaciones e intercambios acerca de tal o cual aspecto de cualquiera de sus trabajos, sin que haya un ápice de pedantería en sus dichos. Y más asombroso todavía es el hecho de que Ferrante, lejos de ajustarse a moldes convencionales, nos entregue una prosa única, propia, de esta época, una prosa descoyuntada, febril, convulsa, que por momentos corre el peligro de volverse incoherente, en cierto modo embrollada, si bien esto jamás sucede gracias al estricto control que ejerce sobre el material narrativo.
Sus protagonistas son por lo general mujeres cultas y emancipadas, aun cuando pertenecen a un período en que el patriarcado mantiene su plena vigencia. Por ello suelen ser víctimas de la mentira y el engaño o bien violentas, vehementes, desbordadas y es ese desborde, esa perpetua inestabilidad, ese estar en un precipicio lo que a Ferrante le apasiona. Y esto, claro, se traduce en intrigas que pueden ser adictivas, absorbentes, imposibles de dejar, por más que el interés de Ferrante, en realidad su obsesión, resida en la lucha continua con el lenguaje, en la búsqueda incesante de la frase que a ella le resulte auténtica. Si se da cuenta de que un capítulo entero, un borrador completo carece de este requisito, pues se deshace de él o deja pasar el tiempo que sea para volver a retomar el hilo de la escritura. Y este vocablo, auténtico, o autenticidad, se repite como un obstinado mantra a lo largo de toda
La frantumaglia.
Desde luego, un aspecto central de casi todas las secciones de
La frantumaglia se halla en el misterio en torno a la individualidad de Elena Ferrante. Nunca ha aparecido una foto suya, nunca ha participado en ferias, festivales, promociones, en síntesis, nunca se ha dejado ver. Ella define esta ausencia -se niega a llamarla anonimato- como la decisión irrenunciable de marginarse de lo que en el presente es el mercado editorial y del rol que en él juegan las personas, un rol que a ratos podría ser decisivo en las ventas y el éxito de sus obras. Sus aclaraciones son efusivas y por momentos quizá exageradas: nadie tiene por qué saber quién fue Tolstoi si tiene en sus manos
Ana Karenina. Hay muchos, muchísimos otros tópicos en esta excelente recopilación, pero si intentamos resumirla, diríamos que es la manifestación de un intelecto formidable.