Tuve la suerte de que llegara a mis manos un libro que testimonia la implementación de 469 jardines infantiles a lo largo de nuestro país en los últimos cuatro años. Digo "tuve la suerte", porque la obra no asomó con la elocuencia que debía y pocos chilenos quizás saben de este tremendo logro del Estado. Quedé impresionada de la envergadura y calidad de los edificios, porque acostumbramos a pensar que un jardín infantil no es mucho más que una casa pintarrajeada y un tobogán. Aquí estamos hablando de casi 350.000 m2 de la más alta calidad arquitectónica y constructiva, donde cada pieza parece un trocito del primer mundo, diseñado con holgura y generosidad.
Además, en su gran mayoría, estos jardines vienen a transformar entornos de degradación y carencia. En ese sentido, no solo cumplen con una cifra de matrícula, sino que recomponen las esperanzas de barrios y localidades apartados, tanto física como económicamente, de las dinámicas del progreso. Permiten que un barrio acoja el proyecto de vida de una familia, produciendo sentido de pertenencia y arraigo. Como pocos otros equipamientos urbanos, los jardines infantiles construyen igualdad en el espacio de forma elocuente.
¿Es este un legado de la Presidenta Bachelet? Sin duda y probablemente sea el mayor. Pero el justo reconocimiento de aquello no puede conducir a que la infancia, tan postergada en tantos aspectos en nuestro país, sea un proyecto a merced de la voluntad de personalismos políticos. Este impulso debe ser transformado en un patrimonio de Estado, un compromiso de la ciudadanía y sus representantes por combatir la desigualdad en el territorio, desde la base. Porque una ciudad con espacio para los niños es una ciudad más segura. Es una ciudad que demuestra valores sociales de esmero y amparo. A todos, estos espacios de formas lúdicas, alegres y coloridas, nos hablan de encuentro, esperanza y futuro. Son recordatorios de nuestra propia infancia, de esos tiempos en los que nos unía la inocencia común y, quizás, nos animan también a ser mejores adultos.